Las Fuerzas Armadas vuelven a las calles por un decreto presidencial, quebrando así uno de los acuerdos fundantes de nuestra democracia moderna. Un análisis de sus implicancias, riesgos y objetivos.
Por Hugo Ramos
El día lunes 23 el Presidente Macri anunció cambios en la normativa que regula y limita el accionar de las Fuerzas Armadas argentinas en el interior del territorio nacional. El lugar donde se realizó el anuncio fue Campo de Mayo, emblemático y siniestro escenario donde funcionaron cuatro centros clandestinos de detención durante la última dictadura militar: ¿fue un claro gesto de la dirección de la reforma o una inadvertida coincidencia, propia de quienes desconocen aspectos elementales de nuestra historia?
Las transformaciones se formalizaron el 24 de julio, mediante el Decreto 683/18 publicado en el Boletín Oficial. Lo que se modificó no es un asunto menor, ya que refiere al uso de las Fuerzas Armadas en tareas que, hasta hoy, eran consideradas como propias del ámbito de la seguridad interior, no de la defensa.
Luego de la experiencia de la última dictadura cívico-militar una de las tareas más arduas de nuestra democracia fue definir claramente la función de las Fuerzas Armadas. Estaba claro que no se podía permitir que volvieran a realizar tareas de inteligencia, perseguir, secuestrar, torturar y asesinar a miles de compatriotas (y, en realidad: a nadie). No era éste el objetivo con el que se habían creado, como tampoco era su función participar en la represión de la protesta social. Nunca más podía haber una “solución militar” para los conflictos sociopolíticos; nunca más las Fuerzas Armadas podían involucrarse en la disputa política.
Producto de esta convicción nació uno de los pocos acuerdos perdurables entre las principales organizaciones político-partidarias de nuestro país (hasta hoy): aquel que separaba estrictamente la defensa nacional de la seguridad interior. Transformar este acuerdo en un cuerpo legal sólido y operativo no fue tarea de un solo gobierno ni de un solo partido y solo mencionamos aquí a tres de sus hitos fundamentales: la Ley 23.554 de Defensa Nacional, sancionada en abril de 1988 durante el gobierno de Raúl Alfonsín; la Ley 24.059 de Seguridad Interior, sancionada en diciembre de 1991, durante el gobierno de Carlos Menem; la Ley 25.520 de Inteligencia Nacional, sancionada en noviembre de 2001, durante el gobierno de Fernando De La Rúa.
Estas tres leyes definieron y delimitaron los escenarios en los cuales el Estado Nacional podía emplear lícitamente las Fuerzas Armadas y aquellos en los que debía emplear obligatoriamente a las fuerzas de seguridad. Su interpretación debe hacerse de forma conjunta ya que su articulado se complementa y aclara eventuales “zonas grises” que puedan llevar a confusión. En esta línea, el Decreto 727/06 dictado por Néstor Kirchner en el año 2006 reglamentó la Ley de Defensa Nacional, la más antigua, de acuerdo a las especificaciones de las leyes posteriores, explicitando la distinción que fue la base de nuestra democracia moderna: las Fuerzas Armadas sólo podían ser empleadas ante agresiones de origen externo, perpetradas por fuerzas armadas pertenecientes a otro Estado. Las fuerzas de seguridad, en tanto, serían las responsables de actuar frente a todos los delitos definidos por el Código Penal y las leyes especiales, involucrando bajo este concepto a Gendarmería, Prefectura, Policía de Seguridad Aeroportuaria y las fuerzas policiales. Cabe resaltar que esta distinción no nace con Néstor Kirchner, sino que está contemplada en las leyes fundantes de defensa nacional y seguridad interior.
Dicho esto, la legislación vigente (hasta el martes 24) consideraba solo dos excepciones para el empleo de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior: cuando se encuentre en riesgo la vida, derechos y garantías de los habitantes de nuestro país o de las instituciones republicanas, previa declaración del estado de sitio y en situaciones de catástrofe o desastre y sólo como apoyo logístico (servicios de comunicaciones, transporte, sanidad, etc). Su participación eventual en estos supuestos se complementaba además con la siguiente prohibición: “la misma no incidirá en la doctrina, organización, equipamiento y capacitación de las Fuerzas Armadas” (art. 32, inc. c Ley 24.059). La tajante diferenciación entre seguridad y defensa se plasmó institucionalmente con la presencia de dos Ministerios: Ministerio de Defensa, a cargo de las Fuerzas Armadas y Ministerio de Seguridad, creado en diciembre de 2010, a cargo de las fuerzas de seguridad; en otros términos: se trataba de dos espacios y de dos ámbitos de actuación estatal claramente distintos.
Ahora bien: ¿qué es lo que modifica el decreto 683/18? ¿Cuáles son los objetivos de las reformas dispuestas por el presidente Mauricio Macri? ¿Realmente tenemos que preocuparnos? La primera modificación de relevancia se encuentra en el artículo 1: a partir de ahora “las Fuerzas Armadas, instrumento militar de la defensa nacional, serán empleadas en forma disuasiva o efectiva ante agresiones de origen externo contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de la República Argentina”. Puede pasar inadvertida, pero lo cierto es que esta redacción abre el camino para la intervención de las Fuerzas Armadas en una amplia gama de situaciones: ¿cómo delimitamos, sin definir actores, lo que entendemos por “agresión externa”? ¿Cómo definimos, sin lugar a equívocos, los límites del “peligro para la independencia, integridad territorial y soberanía política”? Cualquier distraído podría pensar, por ejemplo, que el acuerdo con el FMI pone en riesgo la soberanía política, ya que prácticamente deja en manos de un organismo internacional la política económica. Sin embargo, está claro que esta redacción no persigue ese objetivo, sino que se orienta a posibilitar el uso de las Fuerzas Armadas contra lo que en la jerga especializada se denomina “nuevas amenazas”; esto es: terrorismo, narcotráfico, tráfico de armas… delitos contemplados en nuestro Código Penal y, hasta el momento, a cargo de las fuerzas de seguridad. Esta transformación, entonces, no busca dar respuestas a un problema novedoso que no haya sido objeto de atención por parte del Estado, sino que busca inscribir plenamente a nuestro país en la política de seguridad norteamericana. Efectivamente, Estados Unidos –desde hace al menos tres décadas– insiste en recomendar este tipo de actuación para las Fuerzas Armadas de los países latinoamericanos. Pero para los lectores desprevenidos cabe recordar algo más: en línea con lo que dice el conocido refrán “haz lo que yo digo y no lo que yo hago” Estados Unidos tiene prohibido utilizar sus fuerzas armadas en este tipo de tareas en su propio territorio nacional. Claro está, cuando uno observa los resultados de utilizar las Fuerzas Armadas en la “guerra contra el narcotráfico” no puede menos que estar de acuerdo: desde el año 2006 México transita una experiencia similar a la que ahora quiere inaugurar Mauricio Macri en Argentina. Hasta el año 2016 se contabilizaron cerca de 200.000 víctimas civiles, una multiplicación de los índices de violencia urbana, miles de secuestros y desapariciones y la infiltración de los carteles de droga dentro de las propias fuerzas armadas. México no es el único ejemplo; en la experiencia internacional está claramente demostrado que este tipo de habilitaciones, lejos de resolver el problema, lo multiplica.
¿Y en el combate contra el terrorismo? ¿No se han presentado acaso mejores resultados? Nuevamente tenemos un ejemplo cercano que derrumba todo optimismo: Colombia. Desde que el gobierno colombiano designó a las FARC como terroristas y permitió la participación activa de las Fuerzas Armadas en su “combate” se contabilizan en miles los “falsos positivos” (asesinatos de campesinos y líderes sociales que eran presentados como enfrentamientos contra guerrilleros para cobrar una recompensa del Estado), los desplazamientos masivos de población, las violaciones, las torturas y el latrocinio puro y duro por parte de miembros de las fuerzas armadas en perjuicio de la población civil colombiana. ¿Esta es la función que les queremos asignar a las Fuerzas Armadas argentinas? ¿No será quizás, recordando las apreciaciones de la actual Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, en referencia al conflicto con las comunidades mapuches en el sur de nuestro país, que se busca utilizar a las Fuerzas Armadas en otro tipo de conflictos? Siguiendo con este ejemplo, la nunca demostrada existencia de la fantasmal “RAM” habilitaría, bajo este decreto, el uso del Ejercito para preservar “la integridad territorial” ante la absurda supuesta amenaza “secesionista”.
¿Y que más modifica el decreto 683/18? En principio, borra del cuerpo legal vigente nada más y nada menos que la prohibición de que el Sistema de Defensa Nacional contemple “en su formulación doctrinaria, en la planificación y adiestramiento, en la previsión de las adquisiciones de equipos y/o medios, como así tampoco en las actividades relativas a la producción de inteligencia, hipótesis, supuestos y/o situaciones pertenecientes al ámbito de la seguridad interior (decreto 727/06, art. 3). Es decir, a partir de ahora se puede volver a crear doctrina, planificar, formar y adiestrar a las Fuerzas Armadas en “seguridad interior”. Si recordamos la tristemente célebre Doctrina de Seguridad Nacional encontramos la referencia más clara y cercana de un cuerpo doctrinario no sujeto a la diferenciación entre “amenaza externa estatal” y seguridad interior. Esa doctrina tuvo su punto culminante con la dictadura militar, en la identificación de un “enemigo interno” objeto de persecución, tortura y muerte. ¿Se puede volver a un Doctrina similar? Lo cierto es que la mención que hace el decreto a las “limitaciones previstas” en las Leyes 24.059 y 25.520, sin especificaciones concretas, sitúa en un plano borroso y gris el contenido de la/s nueva/s doctrina/s de defensa. ¿Cuáles van a ser las líneas (directivas) a partir de las cuales se va a formar y adiestrar a las Fuerzas Armadas? ¿Sobre qué escenarios se va a planificar la actuación del Ejercito, la Marina y la Fuerza Aérea?
El decreto establece que las Fuerzas Armadas participarán en “operaciones en Defensa de los intereses vitales de la Nación”. ¿Tenemos que recordar el momento de nuestra historia donde la frase “intereses vitales” gozó de extrema popularidad en los ámbitos castrenses? ¿Cómo establecemos, a partir de ahora, el límite entre lo que puede y no puede hacer el Estado con las Fuerzas Armadas?
El decreto también habilita al Ministerio de Defensa a incorporar en sus previsiones estratégicas, la organización, el equipamiento, la doctrina y el adiestramiento de las Fuerzas Armadas a la integración operativa con las fuerzas de seguridad, en teoría de acuerdo a la previsto por la Ley de Seguridad Interior. Sin embargo sutil pero directamente contradice y modifica profundamente lo que establece esta ley. Recordemos el párrafo ya citado: la participación excepcional de las fuerzas armadas en seguridad, debía atenerse al criterio de que “la misma no incidirá en la doctrina, organización, equipamiento y capacitación de las Fuerzas Armadas”.
Finalmente, el decreto establece que “El Sistema de Defensa Nacional ejercerá la custodia de los objetivos estratégicos”, incluyendo a Gendarmería y Prefectura dentro de ese sistema, reforzando así la integración operativa entre fuerzas que, hasta hoy, operaban en ámbitos funcionalmente diferenciados. Asumiendo que las Fuerzas Armadas custodiarán nuestros recursos naturales, las fuentes de energía, centrales nucleares y represas hidroeléctricas, entre otros espacios: ¿Qué podemos esperar ante una huelga, por caso, de los y las trabajadores de Atucha o Invap? ¿Qué va a suceder si en una manifestación se ocupa un predio considerado como “objetivo estratégico”?
En definitiva, la inconsulta modificación de las funciones y roles de las Fuerzas Armadas y la habilitación de su empleo para tareas de seguridad interior dinamita los acuerdos fundantes de nuestra democracia. Abre nuevamente una puerta que creíamos cerrada para siempre. Quizás convenga recordar, para finalizar nuestro análisis, otro célebre refrán: “quien se fía de un lobo, entre sus dientes muere”.