El campo en el orden transgénico.
Es el sector que más divisas ingresa (cuando las liquida) al país y es uno de los que marca mayores niveles de trabajo en negro, esclavo e infantil. Su desarrollo tecnológico es integral y de punta. Por ello, el mando económico real no pertenece más a los chacareros, sino a las corporaciones que diseñan granos y venenos en el laboratorio. Esa combinación, inmortalizada en la soja resistente al Round Up, transformó el paisaje rural, la balanza comercial, las características de las organizaciones rurales y hasta la historia política reciente. El voto concentrado a Cambiemos, en 2015, coincide exactamente, punto por punto, con la mancha sojera.
Mientras tanto, la vida de los campesinos en los pueblos se deteriora al mismo ritmo en que el ecosistema se descompone a puro glifosato, desmonte y monocultivo. El presidente de la Sociedad Rural en funciones como ministro de Agroindustria, Luis Miguel Etchevehere, fue palmario: “¿Cómo piensan convivir con eso? Porque el modelo no va a cambiar”. La frase fue dicha este año ante apicultores desesperados por la muerte masiva de sus colmenas. Vale lo mismo para las vidas humanas.
Desde su primer año, Pausa cubrió los reclamos de los pueblos fumigados. A partir de 2012 se siguió el trabajo del doctor Damián Verseñazzi, de la Universidad Nacional de Rosario, que refleja los letales efectos de los agroquímicos en decenas de poblaciones rurales, a través de rigurosas estadísticas casi censales.
Desde 2009 se registran los sucesivos avances y retrocesos en la Legislatura a la hora de ponerle un coto a los venenos. Las zonas libres de fumigaciones no ganaron ni un metro: una prueba del transversal apoyo político que obtiene la economía rural.
Durante las inundaciones que asolaron los campos en 2016, en Pausa en el Aire, el investigador del Inta Nicolás Bertram graficó cómo el modelo se está pegando un tiro en el pie: por la deforestación que trae el boom cerealero, “la napa subió de 14 metros a 50 centímetros”. Turbio, como bidón de Round Up.