Un cruce entre la película argentina y Borges a menos de dos semanas del estreno de la primera y en el aniversario del nacimiento del segundo.
Ya se habló sobre la banda sonora de El ángel (que tenía la restricción autoimpuesta de reunir canciones anteriores al 72). Ya se habló de los planos jugados y de la paleta de colores. Ya se habló de que la película, como la buena literatura, o mejor dicho, como toda obra de arte, no juzga, no hace un juicio moral, sino que pone en escena. En definitiva, que no explica sino que, apelando a todos los sentidos, muestra.
Mi intención es compartir un pensamiento sobre otro aspecto: la fidelidad a la realidad.
El ángel no es una película realista. Lo repite su director Luis Ortega en todas las entrevistas: no es ni quiere ser una biopic o un documental. Otra de sus declaraciones: “El realismo no alcanza”. En este film se opta por la poesía sobre una narración clásica y por mostrar lo bello sobre lo atroz. Al estar contada desde los ojos del protagonista, todo parece estar cubierto por una leve pátina surreal. Como consecuencia, la vitalidad del personaje se transmite al espectador. La película, despegándose del tema que trata, no nos lleva a un lugar oscuro sino que uno sale del cine tirando pasitos y buscando su playlist para escuchar en el auto.
La operación es explícita. No se pretendió contar una historia verídica, sino tomar elementos de esta (y de otras situaciones, como la infancia del director) para contar una historia nueva que logre su objetivo. Ya no es la biografía del asesino múltiple Carlos Robledo Puch, sino unos meses en la vida de Carlitos, el personaje que encarna el actor novel Lorenzo Ferro. “Es otra cosa”.
Otro ejemplo de esta operación, mucho más lejano en el tiempo, es Historia universal de la infamia, el primer libro de relatos de Borges. Pongamos como ejemplo “El proveedor de iniquidades Monk Eastman”. El texto, publicado originalmente como columna en el diario Crítica, no pretende ser un reflejo de la sangrienta realidad de Manhattan, sino reelaborar literariamente la vida de este pistolero judío que el autor había leído en el libro Pandillas de Nueva York de Herbert Asbury.
En su Autobiografía lo pone de manifiesto: “No quería repetir lo que hizo Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Schwob inventó biografías de hombres reales sobre los que hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre la vida de personas conocidas, y cambié y deformé deliberadamente todo a mi antojo”.
Eso es El ángel. La realidad es un elemento maleable que el artista torsiona hasta darle la forma deseada.
Por Juan Conti.