Me gusta saber de dónde vienen los objetos. Miro el lugar de impresión de los libros: a veces figuran ciudades desconocidas. Miro el lugar de fabricación de los chocolates: desde Arroyito en Córdoba hasta Bludenz en Austria. La manteca que se mantiene sólida en mi heladera fue fabricada en Franck, ese pueblo cuya plaza vi por una ventanilla empañada en el invierno de hace dos décadas. Tenía dieciséis años, iba en un colectivo lleno de adolescentes eufóricos hacia un boliche famoso de la zona. Pero me tocó viajar sentado al lado de un ex combatiente de Malvinas sin un brazo y con ganas de hablar de la muerte.
En mi casa hay algunos objetos del pasado. Fueron de mi familia. Tengo, por ejemplo, un juego incompleto de té que perteneció a mi abuela. Todas las piezas tienen la marca: “Festival. Industria Argentina” ¿En qué ocasiones se habrá usado? ¿Fue un regalo importante? La mayor parte de las tazas no sobrevivió. Son piezas chicas, podría romperlas usando un solo dedo. Las cosas viejas tienen demasiada vida. Por eso, aunque me encanta, me da impresión comprar cosas en las tiendas de antigüedades o los mercados de pulgas. Es como si uno se trajera, con el objeto elegido, una especie de aura inseparable. En “La bella de Camberwell”, un cuento de V.S. Pritchett, el protagonista habla de los anticuarios: “Esas tiendas permanecen cerradas casi todo el tiempo. Uno sacude el picaporte y nadie responde. En la vidriera se ve que cada objeto irradia algo parecido a una sonrisa de malicia, sobre todo la vajilla y la cristalería; los muebles afirman con placidez que estuvieron en casas mejores de las que uno tendrá jamás; la platería habla de los sirvientes de antaño, de las manos muertas que los tocaron; hasta el polvo es el polvo de las familias que ya no existen”.
Como las personas, las cosas arrastran las huellas de su pasado. En “El Novalis. De los papeles de un bibliófilo”, un relato de Herman Hesse, un lector cuenta la historia de uno de los libros de su biblioteca: una edición en dos tomos de las obras de Novalis, impresa en Stuggart en 1837, en papel secante. El libro pasa, por un florín, de las manos de Rettig, un estudiante, a las de su amigo Theophil Brachvogel. Este lo lee y anota comentarios los márgenes. Una tarde escribe en la página 79: “Leído por primera vez el 12 de mayo a la vera del bosque sobre Bebenhausen”. Tiempo después se lo regala a su amigo Hermann Rosius, con una dedicatoria: “Theophil B. a su amigo Hermann Rosius, en el verano de 1838”. Pero Brachvogel “experimenta alguna de esas cosas que, vividas a toda velocidad, nos envejecen más que toda una serie de años tranquilos”: se enamora de la prometida de Rossius y la conquista. El libro vuelve a sus manos, y él mismo trata de borrar esa dedicatoria inútil. “¿Cómo se habrán sentido él y ella, cuando ella agarró por primera vez el libro y vio la dedicatoria y aquel nombre y el intento de borrarla?” Veinte años después, Brachvogel muere, y Novalis está listo para seguir su camino.