El 22 de marzo de 2014 una turba de vecinos de Azcuénaga –un barrio de clase media, cercano al centro de Rosario– le rompió la cabeza a patadas a David Moreira, 18 años, changarín y albañil. Pasó cuatro días internado y murió. Había perdido un cacho de su cerebro en la calle.
En el paisaje actual de la doctrina Chocobar, alentada por el gobierno nacional, estas noticias pasan casi desapercibidas. No porque no se publiquen, sino porque la anestesia parece general. Por caso, ¿cómo se llamaba el pibe de San Juan que lincharon en marzo pasado?
Pausa tuvo su única tapa policial sangrienta en marzo de 2014: una foto de celular de Moreira, en el suelo, destrozado. El 2013 había concluido con un revelador fenómeno nacional: las semanas de estado de excepción producto del paro policial. Borboteando en su hervor desde principios de siglo, la furia del miedo se tradujo en golpizas al voleo, ciudadanos armados sobre las avenidas saboreando el poder de los vigilantes y policías borrachos y armados enfrente de Casa Gris, prepoteando hasta a los periodistas.
Los matanegros se saben fuera del orden legal, lo repudian, aborrecen derechos y garantías. Ahora encontraron un gobierno que recibe a asesinos en Casa Rosada y que por conferencia de prensa defiende el tiroteo callejero, como en el caso Krabler, en 2016. Escribimos en ese momento, “El umbral de la mano dura fue traspasado, quedó muy atrás, y la avanzada supera al mero revanchismo de clase. La respuesta política –la tramitación de los conflictos mediante la organización y la palabra– fue desplazada por la gestión muda de la represión de los cuerpos abandonados de los pobres. El Estado declaró que la sociedad tiene sus enemigos en la propia sociedad. Identificó una gangrena. Declaró que contra el enemigo todo es válido. Declaró que su forma de gobernar la seguridad será la administración del terror”.