Fuerzas policiales y criminales convirtieron a los barrios en territorios de violencia diaria. El patrullaje de avenida de los carros de los pretorianos –fabulosos para que a los harrys les tiemble la pera, dice el actual jefe de la Policía– certifica cómo la ciudad está surcada de fronteras.
Las economías delictivas, a veces el único sustento en los contextos de abandono, traen consigo la violencia y, también, la ganancia de quienes están implicados en esas redes no como soldaditos, sino como jefes. Más compenetrados en la vida diaria del oeste y del norte, la pregunta es una sola: ¿quién pone las armas en las manos de los pibes? La respuesta la da Asuntos Internos de la Policía. En marzo de 2016, inspeccionaron las comisarías y subcomisarías de La Capital, Rosario y San Lorenzo y encontraron 588 armas de fuego provenientes del circuito ilegal, que nunca llegaron a manos de la Justicia.
Sólo en La Capital había 331 fierros, en su gran mayoría armas cortas y tumberas, sobre todo en las comisarías del norte de nuestro departamento. La gorra y la gorrita conviven en el barrio y en el delito, pero no sufren ni se benefician del mismo modo por el dinero del crimen, sea por los bufos o por las mujeres y la falopa que aprovechan, lejos de las calles de tierra sin zanjeo, los que tienen cómo pagar.
La proliferación de armas de fuego, y sus efectos, son patentes. El 73% de los homicidios entre 2007 y 2014 involucran su uso. La circulación de los fierros y las municiones es un punto crucial en los modos en que se efectiviza y facilita el accionar violento. Ese mercado se nutre de alquileres de armas, prestanombres para comprar balas, tumberas, pistolas, escopetas y revólveres robados de las viviendas de aquellos que creen que aportan a su bienestar con la posesión de esos letales instrumentos y, finalmente, policías corruptos (“A mí no me caben dudas de que un sector del mercado ilícito viene de ahí. Hay sumarios por gente que pierde el arma”, reconoció sobre la Policía el entonces secretario de Seguridad Pública Matías Drivet).
Con datos estadísticos oficiales, Pausa publicó en noviembre de 2014 el primer mapa de homicidios de nuestro departamento. Fue el año del pico de ola de homicidios en Santa Fe, 153 asesinados en La Capital, 126 en nuestra ciudad. Varios mitos fueron derrumbados por primera vez en medios periodísticos, gracias a la dureza de las cifras. El primero: en ese período los homicidios en ocasión de robo apenas se dieron en el 7% de los casos. La cifra disuelve una de las imágenes más patentes y atemorizantes del discurso público sobre la inseguridad. El segundo: víctimas y sospechosos son varones muy jóvenes: en el período 2007 a 2014, el 65% de los muertos y el 61% de los supuestos asesinos tienen 30 años o menos; el 90% y el 82% son hombres, respectivamente. El más importante: muertos y matadores no viven muy lejos unos de otros. El 65% de los homicidios se concentra en los barrios del oeste (desde el sur hasta el norte), del noreste, del sur pasado la J.J. Paso. Los cadáveres baleados son pobres, son jóvenes, son varones. Es una perversión estigmatizar al sector social que más padece la violencia. Las verdaderas víctimas de la inseguridad son los pibes de las barriadas, que también la ligan por la represión policial.
Así lo ratifica el último informe del Servicio Público Provincial de Defensa Penal, publicado a fines de 2017 y con información de 2016. Durante ese año, 683 personas fueron víctimas, en toda la provincia, de diferentes agresiones y torturas por parte de los uniformados. El 86% de los abusadores pertenecen a la Policía, y dentro de la Policía, los violentos son los más rasos: el 60% pertenece al personal de comisaría y el 26% al Comando Radioeléctrico. Es decir, hay proximidad cotidiana con los abusadores. Las víctimas son “varones jóvenes con los niveles más bajos de educación formal que residen en los barrios más precarizados”, reza el texto del Registro Provincial de Casos de Tortura, Tratos Crueles, Inhumanos y/o Degradantes, Abuso Policial, Malas Prácticas y demás afectaciones de Derechos Humanos.
Si bien no se volvió a los niveles de 2011 –el año con menor cantidad de homicidios en la ciudad en la última década–, con el arribo de la Gendarmería a las principales ciudades de la provincia se aquietaron las aguas. No sucedió lo mismo con los aprietes ni con la dinámica de violencia compartida entre los más excluidos y las fuerzas del orden. En 2016, incluso, los homicidios treparon a 130 en La Capital, 125 en la ciudad que, otra vez, tuvo la tasa más alta del país.
El recrudecimiento público de los alaridos que reclaman por más terror de Estado sobre los pobres (a esta altura es pueril hablar de “mano dura”) funciona como aliciente para las peores prácticas de los pretorianos y, a la vez, como un manto de encubrimiento para su rol en la trata y el narcotráfico.
Por fuera de los esfuerzos críticos de la Correpi, la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional o, a nivel local, la Antirrepresiva, la democracia en su conjunto todavía no asumió que debe penetrar en las fuerzas de seguridad y conducirlas, segando de una vez por todas no sólo su autonomía respecto del poder político, sino la enajenación que tienen respecto de la voluntad ciudadana.
A no ser que se blanquee, finalmente, que los que viven de la avenida para el otro lado no son tan ciudadanos como lo que se enrejan en el centro.