En unos de sus cuadernos, Carlos Mastronardi anota: “Acabo de orinar con una delectación casi angélica. Un rito purificatorio del cual me siento orgulloso”. En esa línea está el placer de la orina, o mejor dicho el placer de mear, que todos experimentamos alguna vez. He visto a hombres estremecidos en los baños de las estaciones de servicio, en éxtasis contra la pared de azulejos blancos, como si estuvieran en un trance místico. Terminan, se suben el cierre de sus pantalones y vuelven en la realidad. En las estaciones de la ruta las personas mean con urgencia y fervor, después de kilómetros de contención. En su diario, John Cheever relata un episodio de incontinencia dentro de su auto, en uno de los viajes que hizo con su esposa Mary: “‘Tengo ganas de mear’, digo al entrar en Hartford. ‘Lo siento’, dice Mary. ‘Mearé en el termo’, digo con una sonrisa. ‘No vas a mear en mi termo’, dice Mary. ‘Voy a mear en tu termo’, digo desabrochándome la bragueta y sacando el rabo. ‘No te atrevas a mear en el termo’, dice Mary. Estamos en medio del tráfico de Hartford. Vacío un frasco de té frío y meo en el frasco, tranquilo y contento”.
La forma en la que mean las personas dice mucho sobre ellas. Los hombres que mean con ruido, que dirigen el chorro hacia el centro del inodoro, para que todos sepan que están meando. Los que mean con más discreción y apuntan a un costado; los que mean sentados, como las mujeres. No todas las mujeres, porque algunas mean de paradas, ya sea porque quieren (existen, además, dispositivos para hacerlo) o porque tienen que meterse en baños inmundos, meados por hombres. Me acuerdo de charlas con mi mamá sentada en el inodoro. Años después, las que meaban mientras charlábamos eran mis amigas.
La meada tiene, además, otros usos. La orinoterapia o uroterapia, que propone el consumo de la propia orina para curar varias dolencias o incluso para adelgazar. Y la urolagnia, más conocida como lluvia dorada, donde la orina se transforma en un insumo excitante que expresa dominación en un encuentro sexual.
Durante mi infancia, fui uno de esos chicos que sufrían de enuresis crónica. Me despertaba empapado con mi propia orina. Tenía sueños horribles en los que había agua. Mi colchón estaba forrado con un plástico e ir a dormir a la casa de amigos me daba pavor. Una vez, cuando recibimos visitas y tuve que compartir mi pieza con unos primos que no eran tales, me desperté mojado a las seis de la mañana, mientras todos dormían, y me quedé quieto en mi cama hasta que los invitados se levantaron y me dejaron solo.
En el diario que Adolfo Bioy Casares escribió durante décadas, Borges aparece meando en varias entradas. Como el miércoles 10 de noviembre de 1971. Cuenta Bioy Casares: “Después, recitando ‘Troy Town’ [Borges] me orina largamente el piso del baño. «Estás miando fuera del tiesto», le prevengo. Da un pasito hacia adelante y sigue recitando a Rossetti y meando en el piso. Sale con los zapatos empapados”.