De tocar con instrumentos prestados a ser una banda de culto.
Entre las historias de las bandas que casi “llegaron” hasta el presente copado por las bandas tributo, hubo una gran excepción: Sig Ragga. A partir de una semilla plantada por el reggae desarrollaron un imaginario que se hizo tan grande que ir a verlos es lo mismo que escaparse de la dimensión de lo cotidiano. Corta, en vivo son extraterrestres blancos tocando canciones surrealistas.
Sig Ragga (2009), Aquelarre (2013) y La promesa de Thamar (2016), sus tres discos, los llevaron a tocar en todas las provincias a salas llenas, también en varios países de latinoamérica y hasta en la ceremonia de los Grammy Latinos (a los que fueron nominados siete veces). Tocan juntos desde 1997 y los diez primeros años “fuimos una banda virtual, no teníamos instrumentos”, le contó a Pausa en 2017 el cantante y pianista Tavo Cortés.
Pegasos, serafines, un coro, la orquesta, la canción explota. Y se calla. Y empieza de nuevo, como si fuera un rebote. De lo grandioso a lo sencillo en un corte, el camino que recorrieron se sustenta en mucho trabajo de sala, sí, pero primero en el vínculo humano: “la amistad nos ayudó a ganarle al tiempo; esa cercanía especial se nota en los discos”, según el guitarrista, Nico González.
Llamándonos a salir de las rejillas, trayendo la desigualdad en el dolor de un nene en la calle, el rezo musical en un idioma inventado al que se le contesta con baile, lo que Sig Ragga empezó ni Sig Ragga podrá terminarlo. Es y será nuestro por siempre.