Vicky

En La bella y la bestia de Disney, el príncipe hechizado tiene que conseguir que alguien se enamore de él antes de que una rosa encantada pierda sus pétalos. Todos conocen la historia. El tiempo avanza, y cada vez que esa rosa pierde un pétalo, se viene abajo una parte del castillo. Cuando mueren algunos conocidos, esas personas con las que tuvimos una relación más o menos profunda, es como si se viniera abajo un pedazo del decorado de nuestras vidas. Por unos segundos parece incluso catastrófico, aunque sabemos que vamos a sobrevivir.

Hace un tiempo me enteré de la muerte de C. Las vecinas de mi cuadra, que rastrean los nombres en las necrológicas del diario fueron las encargadas de propagar la noticia. Los nombres de los muertos siempre son inesperados, y el de C. no fue la excepción. La conocía desde muy chico, vivía en la otra cuadra y era la madre de Vicky, una amiga que hizo de mi infancia un lugar mejor. No podíamos hablar con Vicky porque es sordomuda, pero nos alcanzaban los gestos. Nuestra comunicación consistía en dedos que señalaban cosas, expresiones faciales y movimientos que lograban decir mucho.

En el patio de la casa de Vicky había una pileta de material donde nos bañábamos todos los chicos del barrio. C. se sentaba con su malla enteriza y charlaba con nosotros. Era una mujer un poco cínica, y a veces nos hacía comentarios crueles, como si fuera un chico más. En esa época no teníamos la habilidad de detectar el cinismo, aunque hubiéramos soportado cualquier cosa por un par de horas de pileta.

Durante los años que siguieron, Vicky estuvo con nosotros: aparecía en nuestras casas a la siesta, nos saludaba con un beso, nos cebaba mates, dibujaba en la mesa de nuestros comedores, se reía cuando nos reíamos, miraba la televisión. Cuando crecimos y empezamos a frecuentar las discotecas de la colonia agrícola, teníamos un cuerpo en plena metamorfosis, alterado por las hormonas. Vicky también, y quería hacer lo mismo que nosotros, pero terminó alejándose. Unos años después su familia se fue de la ciudad.

La última vez que la vi, Vicky estaba con C. en la terminal de colectivos, el mismo lugar donde me las había cruzado antes. Volvían a la colonia agrícola los fines de semana. C. había envejecido. Usaba un saco de lana enorme y sus pelos, que antes se ordenaban en un peinado, ahora no tenían ninguna forma. Hablamos un poco, me felicitó por haber salido en la televisión. Vicky me agarró de la mano y me llevó hasta la vidriera de un negocio para mostrarme el celular que quería que le compraran. Vicky ya era mujer, unida a su mamá igual que siempre, como si una no pudiera existir sin la otra, como si fueran la misma persona. Cuando supe lo de la muerte de C. pensé en ella. Y unas semanas después la vi: nos cruzamos en una calle y en unos segundos, usando sus manos, me contó lo que había pasado. Yo entendí todo. Nos abrazamos como si fuésemos hermanos y después quedamos encerrados para siempre en una selfie que ella quiso sacar con su celular nuevo.

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