Todos los pibes del barrio iban a catequesis y yo también, recuerdo apenarme por un par que no iban y cuyo destino se adivinaba como perdido. No recuerdo demasiado más del adoctrinamiento en sí, con lo cual intuyo que no debe haber sido muy efectivo, recuerdo que iban muchas chicas de escuela privada y que hacíamos un recreo en el que jugábamos a la pelota y que a los catequistas les costaba mucho cortar esos partidos para retoma los temas espirituales.
A los mormones también les costaba sacarnos la pelota las veces que aparecían de improvisto por los dos costados de su templo como los granaderos en San Lorenzo. Entonces empezaba una especie de partido de rugby hasta que escapábamos, una sola vez ganaron ellos. Una vez nos pararon en la calle y nos dijeron que podíamos ir pero sin dos de nosotros que eran morochos y de piel oscura. Un sábado de verano organizaron un cine y vendían helados de palito. En la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días vi Los Gremlins en una tele grande con videocasetera.
En la confirmación teníamos dos catequistas jóvenes. El chico una vez no fue y la chica nos dijo que estaba muy angustiado porque no le hacíamos caso ni dábamos ninguna muestra de fe. El sábado siguiente la chica no fue, y el chico repitió la misma explicación. Si no recuerdo mal, la chica no volvió a ir y el chico siguió pero un poco a desgano, como a regañadientes. Nos advirtieron que Monseñor Storni era “polémico”, que había gente en la iglesia que no lo quería o algo así, pero que era nuestro representante ante Dios así que correspondía tolerar el fuerte apriete de cachetes y/o de orejas que realizaba religiosamente como saludo. El día de la confirmación, me salí de la fila dos turnos antes de recibir el toqueteo del rosadito y no volví a la iglesia nunca más.
Bastante antes de eso, una siesta de invierno estábamos con mi primo en la plaza San Martín, había un grupito de pibes de nuestra edad pero bien pobres que, supongo, andaban pidiendo. Tenían una o varias bolsas repletas de naranjas o toronjas. En algún momento nos tiraron una, y luego otra. Se las devolvimos y empezó una intensa guerra, entre dos trincheras de ligustrines. La batalla estaba a pleno cuando un cura joven se puso en el medio y nos retó enfáticamente. Sólo nos habló a nosotros, a ellos les dio la espalda. Nos dijo que de esos chicos se podía esperar cualquier cosa pero que nosotros, que veníamos de buena familia, no podíamos estar haciendo eso ni teníamos que juntarnos con chicos así.
No dijimos nada, cuando se iba, antes de dar el segundo paso sintió el silbido de una naranja que le rozó el pelo. Apuró el paso, quizá todavía incrédulo y una naranja tras otras fueron reventando en su espalda, dejando su ropa sucia y pegoteada. Nosotros empezamos a tirar en la segunda ráfaga, yo erré casi todas pero le di una de lleno apenas abajo del cuello. Cuando se alejó lo perseguimos hasta el límite de la plaza. Estaba claro que iba a entrar en la comisaría y que nosotros íbamos a correr. Antes de entrar se dio vuelta y nos miró con cara de diablo.