La suerte de la lucidez presentó su primer disco, “Ley de Cooper”, con mucho público y una puesta estética muy particular.
Maximiliano Mazzei, Daniel Gálvez, Andrés Ferreyra y Manuel Costa tenían una banda que, a las semanas de haber tocado por primera vez, dejó de existir. Pero no fue una separación, no, lo que pasó fue que distintos avatares hicieron que estos chicos (son sub 25) se guardaran algunos meses para ordenar los tantos, en varios sentidos: desde volver a decidir un nombre para su proyecto (pues “Gordon Cooper”, como se venían llamando, contrajo ciertas inconveniencias), pasando por la incorporación de algunas artistas (no necesariamente sub 25), como Juma Kessler Da Cunha (managment y producción artística), Dana Svirsky (producción artística), Luz Marina Grossi (vestuario) y Camila Grosso (fotos), y la consecuente definición del desarrollo estético que amasarían y amasan en conjunto, hasta grabar Ley de Cooper, su primer disco bajo el nuevo nombre, La suerte de la lucidez.
Las canciones que presenta esta banda, primero que nada, parecen compuestas de distintas fotos de la vida cotidiana, como el estar en la cama mirando a la nada pensando en todo o cuando ni la droga ayuda a dispersarse. Así y todo, se las arreglan para controlar distintas intensidades, aunque la actitud parezca más bien de una calma general. Agruparlos en la etiqueta de “indie” o “pop” es demás cómodo, teniendo en cuenta que referencias clásicas bastante distintas entre sí colaboran para componer una mezcla propia: sí que les cabe ser poperos e indies, bueno, pero hay arranques jazzísticos en planos quizás secundarios, y también apelan a la psicodelia y hasta al barbershop de los ‘50.
Fue Demos el lugar elegido para presentar este álbum de seis canciones, que está disponible en Spotify y YouTube, plataformas que no hacen justicia a lo que se experimenta en el vivo, pero que sí consiguen transmitir algunas cosas importantes: como la identidad de la guitarra de Manuel, cuyo porte se asemeja al de Felipe Barrozo (Intoxicados), aunque su toque ligero, de alegre melancolía bailable, lo vincula mejor con Spinetta, Johnny Marr, Harrison.
La formación instrumental clásica del grupo se soporta en él casi exclusivamente en el recorte de canciones que componen Ley de Cooper, aunque durante los shows hay momentos Daft Punk, debidos a la gracia, por ejemplo, de los sintetizadores operados por Maxi, además guitarrista y cantante principal.
La noche del 11 de agosto mucha gente llegó para verles, dicen que fue una de las noches más concurridas del lugar, rumor que configuraba una sorpresa pensando en que era la primera vez que la puesta se presentaba como tal y que con su forma anterior tampoco habían tocado mucho.
A todo esto, la pibada asistente ya estaba tirando pasos ante los destellos de Maxi y Manu, la solvencia de la batería ordenadora de Daniel y el bajo de Andrés, a veces groovero, a veces colchón. Amén de la conjunción de sonidos, lo que realmente guía las canciones son las emociones a las que estas dan pie. Hay mucha ternura y cariño alrededor de las cosas y las situaciones que reseñan. Como decíamos, los climas que se van generando pueden invitar a bailar o a que pinte un toque el bajón, como en “Bicicleta”.
En la entrada, contra la pared, había una cama de una plaza. También había un televisor, una máquina de escribir verde y una valija, entre algunas otras cosas. La asociación entre eso y lo que pasaba en el escenario, cuando empezaron a tocar “Dioses y veganos”, se daba de alguna manera, a lo mejor por la composición cromática, capaz por haber salido todo del mismo baúl.
Como fuere que haya sido la programación, el link funcionaba.