Entrerriana, narradora de historias atravesadas por la geografía y la cultura de nuestra región, feminista, Selva Almada abordó en una charla con Pausa el recorrido que emprendió como lectora y la consagró como una de las escritoras que conforman el actual mapa de la literatura argentina.
Una voz suave y apacible se entrega a la conversación. En una de las galerías del museo Rosa Galisteo de Rodríguez, donde un muestrario nutrido y ecléctico de pinturas se ofrece como ambiente, Selva Almada evoca sus inicios en la literatura, como lectora y luego como escritora, profundiza en las características de las tensiones en las relaciones humanas que elige narrar, en el feminismo y, por sobre todas las cosas, habla de los rasgos esenciales de la región del país a la que pertenece, con la que se identifica y que le dan sustento a sus textos. Nacida en Villa Elisa, Entre Ríos, en 1973, fue estudiante de Comunicación Social en la UNER pero luego se dedicó al Profesorado de Literatura también en Paraná. Por aquel tiempo nacieron sus primeros relatos de la mano del taller que conducía María Elena Lothringer en la facultad. Días atrás participó del encuentro Poesía Litoral –organizado por el Ministerio de Innovación y Cultura–, en nuestra ciudad, donde integró el panel “El Litoral como inspiración, como representación, como bibliografía”, junto a Beatriz Vignoli. A su término, dialogó con Pausa.
—¿Qué tiene de particular esta región y de qué manera incide en su literatura?
—Me pasa algo, que supongo le pasa a mucha gente, que es cuando vivís en un lugar a veces no le prestás mucha atención a sus singularidades porque te resultan naturales y cotidianas. Había empezado a escribir viviendo en Paraná, pero escribía cosas ambientadas en no lugares. No había una presencia tan fuerte de algún paisaje en particular. Cuando me fui a vivir a Buenos Aires, en 2000, empecé a escribir una serie de textos que tenían que ver con mi infancia –relató–. Y ahí empezó a aparecer la zona, el paisaje, los personajes más típicos, la oralidad de esos lugares. Cuando leo un texto me gusta que aparezca ese registro, me gusta que haya una apropiación del lenguaje oral convertido en una poética. Ahí empecé a ver que había un material narrativamente muy poderoso que me había pasado desapercibido hasta ese momento. Y empecé a indagar y ver qué podía salir de ahí. Es un trabajo que continúa hasta el día de hoy, es un poco inagotable. La escritura también se va construyendo, una obra se construye en el camino, en el devenir. Más allá de que ya no vivo acá, sigo encontrando aristas y descubriendo cosas que antes no había visto.
A la hora de marcar algunas distinciones, apuntó que en sus cuentos hablan de su provincia natal, aunque “las novelas transcurren más hacia el norte del Litoral, donde el clima y el paisaje son bien distintos y contrastantes con el de Entre Ríos. Eso también me parece interesante –remarcó–: el choque entre esos dos paisajes tan diferentes. El clima en las novelas tiene una carga muy hostil, mucho calor, no hay agua, el sol, el viento. Todo eso me parecían materiales interesantes para trabajar no como un decorado, sino que interactuaran con los personajes. Que se vuelvan personajes”.
—Es como narrar el interior del interior…
—Claro, siempre es en la periferia. Un poco más adentro de lo que desde Buenos Aires podemos llamar el interior. Los yanquis usan esto como la América profunda, sería como la Argentina profunda, el interior profundo.
—¿Qué lecturas o autores de esta región la interpelaron?
—Empecé a escribir en el Taller de Redacción en la facultad, el que daba María Elena Lothringer. Ahí empecé a escribir ficción, pero no tenía mucho apego por los autores locales. Después cuando empecé a trabajar con estas temáticas, busqué otros autores con una literatura ligada al territorio. Y aparecieron Daniel Moyano, que es un autor que me gusta mucho, Haroldo Conti que su novela “Sudeste” me abrió un panorama. Volver a leer a Juan L. (Ortiz), que lo había leído como lectura escolar pero no tomando conciencia de la importancia que tenía para la literatura argentina y universal. También releer a Horacio Quiroga, que lo había leído cuando era chica con “Cuentos de la selva”. Después descubrí que tenía otra serie de cuentos como “Cuentos de amor de locura y de muerte”, cuentos destinados al público adulto. Fue leer un autor que leía de chica en otra dimensión, más brutal… Es muy dramático, muy violento. Dejé Comunicación y empecé a estudiar Literatura y la tenía de profesora a Claudia Rosa (docente la UNER fallecida hace unos meses) que estaba muy fanática con (Juan Carlos) Onetti. Fue un escritor que a pesar de no ser argentino (era uruguayo), sobre todo en sus textos ambientados en la Santa María que él inventó y que Claudia tenía la teoría que era Paraná. Onetti me cambió la manera de leer y de empezar a pensar la escritura.
—Y en ese proceso de pensar la escritura, ¿qué fue naciendo?
—Esto tardó un poco más en decantar porque ahí todavía estaba escribiendo otras cosas, eran relatos más abstractos. Poco tiempo antes de mudarme a Buenos Aires, influenciada por estas lecturas de Onetti había empezado a escribir una serie de relatos que también transcurrían en un pueblito, medio real, medio inventado. Y las lecturas de algunos autores norteamericanos, (Flannery) O'Connor, (William) Faulkner, (Erskine) Caldwell, que son escritores del sur norteamericano que se me antoja tienen muchos puntos de contacto con Entre Ríos o el Litoral: los ríos, la humedad, el calor. Todas esas lecturas terminaron de armar y empezaron a aparecer en la escritura.
—En “Chicas muertas” (2014) reconstruyó tres femicidios ocurridos durante la década del 80. ¿Fue un trabajo de investigación periodística? ¿De qué manera se escribió?
—Primero fue un trabajo periodístico vinculado a la investigación y el trabajo de campo. Ir a los lugares donde habían ocurrido los casos, entrevistar a personas cercanas a las víctimas. En los tres casos tuve acceso a los expedientes. Ocurrieron en San José, Entre Ríos; Sáenz Peña, Chaco y en Villa María, Córdoba. El que conocía desde el momento en que había ocurrido era el de Entre Ríos porque San José está cerquita de mi pueblo y había sido un caso súper impactante, no se habló de otra cosa durante todo el año. Fueron casos cerrados, pero sin resolución. Todavía se hablaba de crimen pasional; había muchos prejuicios como sigue habiendo hasta el día de hoy. La idea del libro surgió porque quería contar este caso que había ocurrido cerca de mi pueblo, después me enteré de ese otro caso en Sáenz Peña y el tercero lo empecé a buscar hasta que lo encontré porque me parecía que eran necesarios tres casos. Toda esa parte de investigación está ligada al trabajo de un periodista. Pero a la hora de escribirlo el tema era desde dónde lo iba a escribir –confesó–. Intenté algunos borradores como un cronista periodista, pero no me terminaba de conformar nunca. Y empecé a escribirlo con las mismas herramientas que usaba para escribir un cuento o una novela. Y ahí el libro empezó a aparecer. Es una crónica bastante particular porque tiene una voz poética, literaria, pero todo lo que se cuenta es en base a una investigación sobre casos reales.
—Al hilo de esa experiencia, ¿de qué manera se ligan en su trabajo el feminismo y el ejercicio literario?
—Me empezaban a preocupar particularmente este tipo de casos y la violencia de género. Era un libro en que el que yo quería decir lo que pensaba sobre el tema. Es un libro que se entronca con el feminismo o con mi militancia feminista, que se fue haciendo cada vez más intensa a partir de la salida del libro. El libro vino a visibilizar algo de lo que ya se estaba hablando, tampoco inventé nada. Había un contexto que acompañaba la salida de ese libro y también es un libro que a mí me suponía ponerle el cuerpo, más que a otros. Cuando salió y empezó a circular, me di cuenta que era un libro que me iba a demandar una cosa pública que no me habían demandado los otros. Había que poner el cuerpo de verdad –subrayó–. Pensaba que era feminista antes del libro, pero fue este libro el que terminó de conformar mi feminismo. De verdad no esperaba que tuviera esa repercusión y hubo que ponerle el hombro, no quedaba otra.
—Desde su mirada, ¿cómo debemos sostener las mujeres la visión de género desde las letras y el quehacer cultural, en general? ¿Cómo se lleva adelante lucha?
—Ocupando los espacios. Lo que está buenísimo desde el Ni una Menos para acá, pasando por el debate por la legalización del aborto, es que muchas escritoras nos volvimos activistas. Eso es importante y de alguna manera se va a cruzar con lo que cada una escriba por más ficcional que sea. No me planteo escribir una novela feminista, pero seguramente en mis textos eso pueda leerse porque escribimos atravesadas por nuestras propias experiencias y nuestras propias vidas. Desde la literatura, ocupando todos los espacios que podamos ocupar, leyendo a otras mujeres escritoras, reivindicando una serie de mujeres argentinas que escribieron antes que nosotras y que están invisibilizadas. Y poniendo la cara, la voz y el cuerpo a los debates que nos interpelan. Para mí lo del aborto fue muy revelador, ver un montón de colegas embanderarse con el pañuelo, de otras escritoras que quizás no conocía tan cercanamente. Creo que nos pasó a todas –analizó–.
Lo que arrasa
En 2012, Almada se consagró y adquirió mayor reputación gracias a “El viento que arrasa”, una novela que obtuvo elogios por parte de la crítica y el público, al mismo tiempo que fue publicada en el extranjero y traducida al francés, portugués, holandés y alemán. La historia es una suerte de road movie que acontece en las rutas chaqueñas y tiene como artífices a un pastor religioso (Pearson), su hija adolescente (Leni), el dueño de un taller mecánico (el Gringo Brauer) y un jovencito (Tapioca) que no conoce otra cosa que no sean los límites de su pueblo.
—Hay un personaje clave, la adolescente, que mantiene una relación tensa con su padre, hay una mujer que no está, su madre, que fue abandonada. Y hay otra mujer, la mamá de Tapioca. Hay dos madres que no están…
—La idea surgió por una cuestión de relaciones humanas. Había escrito un relato largo “Intemec”, donde los personajes también viajan de un pueblo de Entre Ríos a un pueblo de Chaco a llevar el cadáver de un hombre que murió en un accidente de trabajo. Después que escribí ese cuento, se me ocurrió escribir una serie de relatos que tuvieran la idea del traslado. Empecé a pensar qué otra historia podía darse en ese sentido. Voy bastante al Chaco porque mi marido es de allá. Y me acordé que lo que más me había impactado cuando empecé a ir era la cantidad de iglesias evangelistas, además del paisaje. Entonces dije por qué no un pastor, un pastor itinerante que, además, tenga una hija, que se lleven mal que no es nada del otro mundo en la adolescencia. Pero pensando en que los dos estén condenados a vivir juntos, a moverse de un lado a otro, a estar en el receptáculo mínimo de un auto todo el tiempo. Qué podía pasar poniendo una adolescente y un padre fanático religioso en un auto viajando de acá para allá. Al principio eran ellos dos los personajes. Después apareció la idea de que surgiera algo en el camino. Se rompe el auto y llegan a este lugar y se me ocurrió la idea de personajes espejados. El mecánico es el doble del pastor y Leni y Tapioca son personajes reflejados. A Tapioca la madre lo dejó. No sabe si el mecánico es el padre o no. Aparece algo que me interesa siempre que son las familias disfuncionales o las relaciones familiares enrevesadas, medio rotas.
—La adolescente tiene una mirada más crítica sobre lo que sucede, pero Tapioca no porque su mundo fue y sigue siendo el mismo…
—Leni es mucho más despierta porque aunque tenga la misma edad, ha tenido una vida mucho más intensa. El solo hecho de no tener una casa fija, de estar vagando de un lado para el otro, le ha dado una visión del mundo mucho más lúcida que la que tiene el chico que nunca salió de ese lugar. Tienen deseos diferentes, aunque tengan la misma edad. Es como si ella fuese más adulta. Y él es una especie de ser inocente e ingenuo que es lo que le resulta atractivo al pastor cuando lo ve. Esta idea de ser que no ha sido corrompido por el mal del mundo.
—El pastor es un personaje atractivo porque, como religioso, parece tener siempre buenas intenciones, aunque carga con una oscuridad…
—Me gusta trabajar con personajes contradictorios, que a mí me pongan en una situación de “lo quiero, no lo quiero”. Personajes que tengan luz y oscuridad, como ocurre con las personas. El pastor fue el personaje que más cambió en la escritura. Primero tenía una idea más cliché del pastor que le mete el verso a la gente para sacarle plata. Después me di cuenta que era un personaje mucho más complejo, que el tipo creía de verdad todo lo que decía y que su fe ciega también lo llevaba a cometer actos de los que estaba avergonzado. Abandonó a su mujer no sabemos bien por qué. Y él todo el tiempo dice que ha hecho cosas malas en el pasado. Y esta especie de arrebato que hace del hijo del otro tampoco es una acción muy cristiana.
—¿Qué pasó luego del suceso que implicó “El viento que arrasa”?
—Inmediatamente, después publiqué Ladrilleros (2013), después Chicas muertas. Una detrás de la otra. Y después publiqué un libro que recogía los cuentos que había escrito a lo largo de una década. Lo que sí escribí nuevo después de todos esos libros es Notas del Rodaje de Zama, de Lucrecia Martel (2017), un libro tipo crónica. Ahora estoy escribiendo una novela.
—¿Qué género prefiere para su narrativa?
—Empecé escribiendo cuentos y durante muchos años solamente escribí cuentos. Y pensaba que nunca iba a poder escribir novela. El cuento me encanta como género, me encanta leerlo. No estoy pudiendo escribir cuentos. La historia que estoy escribiendo ahora ya tenía el pulso de una novela. A mí me gusta la narrativa y dentro de ella, puede tomar la forma de una novela o de un cuento de una no ficción. Me gusta pensar los géneros como híbridos.
—En ese sentido, ¿en qué tradición, corriente o estética se reconoce?
—Me reconozco como parte de una tradición de escritores como los que mencioné antes, Moyano, Conti, Quiroga. Escritores que escribían tomando como eje las regiones del interior del país. Me siento totalmente ajena a una literatura urbana porque como lectora tampoco me interesa. Me gusta pensarme pariente de estos autores. Si no nombro mujeres es porque tampoco hay muchas. Pero Emma Barrandeguy es una autora de Entre Ríos que ha sido redescubierta hace muy poco. Sara Gallardo que está siendo vuelta a publicar. Autores y autoras que trabajan con esas zonas rurales, periféricas del interior. Me siento en esa tradición –aseguró–.
Leer
Desde hace 13 años Almada codirige en Buenos Aires, junto a Julián López y Alejandra Zina, un ciclo de lecturas denominado “Carne argentina”. “Es un espacio muy lindo que lo hacemos en el bar de FM La Tribu, donde cada dos meses invitamos a escritores y escritoras poetas, narradores, periodistas, cronistas y tratamos de mezclar los géneros, las edades, las trayectorias. La idea es que todo sea heterogéneo y puedan convivir distintas generaciones, distintos registros y distintos géneros. Este año tuvimos una beca del Fondo de las Artes y pudimos invitar a escritores de las provincias a ir a leer a Buenos Aires. Que es algo que siempre nos gustaría hacer”, comentó.
—Si tuviera que recomendar autores o autoras para el inicio en el camino de la literatura, sobre todo en la infancia o la adolescencia, ¿quiénes serían?
—Siempre me gustó leer desde muy chica y leía cualquier cosa. Hasta que empecé la facultad, leía lo que encontraba. No me parece que haya que leer tales cosas, pero sí hay que leer. Me pasé toda la adolescencia leyendo best sellers. Después empecé a conocer otros autores, pero ya tenía lo más importante que es el gusto por la lectura. Eso es lo que siempre hay que estimular en los chicos y en los adolescentes, que tengan ganas de tener un libro en la mano. Si después le gusta leer y escribir va a encontrar sus autores de cabecera y va ir armando su propio mapa. Lo más importante es estimular el gusto por la lectura –sintetizó al final–.