Las cosas naturales pueden dejar de serlo en cualquier momento. Pero lo que no está en el horizonte de pensamiento de una época, poco puede pensarse. De hecho, la cuestión de que pueda hacerse, es decir, pensar por fuera de lo “posible”, es lo que mueve al mundo hacia adelante sobre todo en el ámbito de la cultura.
¿Cuántas pequeñas rebeliones ocurrieron durante la época del esclavismo hasta que apareció Espartaco? ¿O es que, de pronto, a este esclavo se le antojó la posibilidad de salirse del “sentido común” y pensó, quizás, que era mejor morir en el intento de abominar de esa estructura tan feroz que seguir consintiéndola?
Y una vez que se produce ese cambio, en que las cosas naturales dejan de parecerlo, una vez que intentamos hacer girar de otro modo la rueda del mundo, ya nada es lo mismo. Cambia hasta la percepción de los eventos cotidianos. Y de tal manera nuestra mirada es otra, que también se vuelve hacia el pasado y lo resignifica punto por punto, a la manera de lo que se llama significado retrospectivo.
El feminismo no nació ayer. A veces se sitúa cerca de la revolución francesa. En 1791 Olympe de Gouges redactó la “Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana”, parafraseando la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (en francés: Déclaration des droits de l’homme et du citoyen) de 1789.
Pero hoy, que se ha generalizado la voluntad de levantar en nuestro país bien alto el derecho de tener una ley que garantice el aborto seguro y gratuito, vemos que ha pasado mucha agua bajo el puente y nunca más va a volver a ser “natural” nada que signifique opresión y desigualdad para las mujeres.
Ahora, cada vez que veo una película o leo un libro, tengo ojos nuevos. Veo por ejemplo un programa que tenían los Monty Python por los años 79/84 y me doy cuenta, por primera vez, qué tremendamente misóginos eran. Leo Ruth Rendell y me digo: pero, qué grande, esta mina hacía, en sus novelas, constantes alusiones a favor de los derechos de las mujeres.
Y se me ocurre revisitar alguna literatura. Porque siempre me molestó que Ana Karenina y Emma Bovary terminaran muertas. Claro que, obviamente, no son las primeras mujeres de la literatura: Helena de Troya, Antígona, Yocasta, Julieta, Cordelia; grandes minas, importantes, casi todas de clases altas, están antes. Con el realismo aparecen las mujeres de clase media; y ya el siglo XX empieza con un personaje entrañable, de la mano de un escritor que no tenía nada de misógino, Henrik Ibsen.
Casa de muñecas tiene a una Nora que no engaña a su marido ni se aburre del matrimonio; simplemente se da de bruces contra el hueso del alma de su marido, que hace que lo cuestione, y, en el mismo movimiento, dé vuelta toda su vida y ella misma.
Nora no se suicida: se va. Deja al marido, deja la casa, deja a sus tres hijos y parte no se sabe bien adónde, pero sí se sabe para qué. Dice: “Absoluta libertad por ambas partes. Toma, aquí tienes tu anillo. Devuélveme el mío”
Se va para ser, cien exactos años después, Lisbeth Salander.