Tenía muchas ganas de correr, con todas mis fuerzas, de clavar los dedos en la tierra, tenía hambre y sed, pero como siempre no, no sé, distinto. También tenía miedo, pero más que nada ganas de correr hasta no poder más. Corrí, corrí más rápido, quise acelerar y pude, después más y después más. Mi cara cortaba el aire como una espada ninja y la maleza me rozaba, eléctrica y suave. Una ráfaga de oxígeno entraba y salía de mis pulmones y mi zancada se hacía cada vez más larga, incansable, inalcanzable. Quise gritar de felicidad, de desesperación y me salió un ladrido corto y agudo, un garrón.
La noche era brumosa, brillante, lisérgica. Un sauce parecía que me hablaba pero yo no entendía, hasta que escuché un ruido mínimo de agua, un charco grande, tomé y tomé, bocha, sin parar. Volví a ladrar varias veces, tratando de mejorar, ladraba mirando la luna, pero el aullido no me salió ni una vez. Después corrí una comadreja, después una iguana, y de golpe estaba pisando asfalto y la luz del camión que se me venía hizo la noche día. Era un amanecer y yo estaba en un patio de tierra repleto de plantas y de frutales, debajo de un naranjo enorme mi abuela escuchaba la radio y cada tanto se cebaba un mate dulce. Me acerqué, me acarició la crin y lloré.
Me despertó el sol en la cara, otra vez en el monte, ¡no veía nada, nada! Corrí a lo pavote para todos lados, me choqué un espinillo y otras cosas que no sé. Me quedé quieto, jadeante, traté de controlar la respiración, recordé unos ejercicios, cerré los ojos. Cuando me pude calmar empecé a ver un poco y a duras penas me eché en una sombra, resacoso y roto. Dormí hasta la tarde. No sabía qué hacer, pasó un oso hormiguero, parecía que se reía, lo juro. Lo seguí por la llanura, una banda, hasta que se dio cuenta y apuró el paso, se metió en un pajonal y lo perdí, ahí aparecieron ustedes. Es todo lo que tengo para decir.