¿Cómo se mira un río? Parado en la orilla o en la playa, o desde la altura de un puente construido por las manos de los hombres, con la cabeza hacia abajo atraída por la corriente. También puede verse de paso, por segundos, desde la ventanilla de un colectivo o de un auto, a unos 70 kilómetros por hora. Así es como vi al Salado casi siempre, en los últimos 30 años –salvo en ese mes atroz en que entró en la ciudad y todo se volvió irreal–. De este a oeste, de oeste a este, esa pista bajo el sol, bajo unas nubes grises, o con atardecer de fondo. Una línea perfecta cortando el paisaje y, según la luz, marrón, negra o verdosa. Un río también puede verse en la oscuridad, sin verlo realmente, pero sabiendo que está ahí: por el ruido, por el olor, por su fuerza. Como esa noche en la que te alejaste del campamento con unos amigos, para caminar con una linterna por un monte que bordeaba el agua. La luz de la noche era fosforescente, el sonido del río casi musical. Hasta que sintieron que alguien caminaba detrás de ustedes. Cuando apareció un tipo mirándolos como intrusos pensaron que se iban a morir.
¿Cómo se conoce un río? Un río nunca se conoce, solo unos pocos llegan a conocerlo. No estás unido a un río, unido como esos hombres que viste más de una vez, y que lo tratan como a otro hombre. Conociste el Salado de chico. El Salado dorado de Rodas, el balneario al que te llevaban. Te metías de la mano de tu papá, y años después te metías solo, mientras alguien te vigilaba desde la orilla. Una temporada había un banco de arena. Apenas entraste, el agua te llegaba a la cintura, después a las tetillas, y de pronto empezaste a subir. En la mitad del río el agua apenas te tocaba los talones. Fuiste el rey del Salado, dominaste el agua brillante como Cristo.
¿Qué esconde un río? Hay que preguntárselo a sus ahogados. Chicos pescadores que son tragados en minutos por esa masa: lo último que ven es la verdad. Bañistas que confían en la superficie del agua y terminan enredados en ramas, atrapados en pozos o arrastrados como sirenas por la corriente. Un verano viste un ahogado de lejos, un nene que sacaron del agua después de varias horas. Las familias se abrazaban pero todas querían mirar ese cuerpo que había dejado de ser humano para transformarse en un pescado.
¿Qué es un río? Un dibujo, un animal, un corredor comercial, una reserva, una máquina, un basurero, un cementerio. Algo que nunca se ve del todo. Nunca vas a ver los 2210 kilómetros del Salado que arrastran agua del norte del país, que cambian de nombre según el capricho de los pueblos que lo bautizan: Calchaquí, Guachipas, Juramento, Cachimayo. Nunca vas a ver ese río que cruza otras ciudades, y que otras caras que tampoco imaginás miran casi todos los días como a algo suyo, familiar. Esas caras, en algún momento de sus vidas, se pararon frente al mismo río y pensaron que nunca podrían llegar a conocerlo de verdad; lo mismo que pasa con todas las cosas que tienen algún valor.