a Lucio
Nos metemos en una masa compacta de cabezas. Algunas con sombreros o peinados de vanguardia; otras, sin nada. La música llega hasta nosotros como desde una caverna. Somos un puzzle amorfo de humanos, empujándonos para entrar en un galpón gigante donde, en otra época, se construyeron los trenes que cruzaban este país. Cuando estamos adentro el sonido ocupa todo. El sonido y una luz azul artificial, cortada por rayos blancos o amarillos. Todo el espacio se organiza como en la iglesia, durante una misa. No hay cura: hay una silueta, más allá, a la que todos los fieles, parados como zombis, miran de vez en cuando.
Me tomo media. La saco del bolsillo, la parto y me la trago con un poco de agua. Apenas la toca, la lengua siente lo amargo. Y así entramos en la música, cada uno a su modo, traducido en una serie de movimientos. Muevo sobre todo los brazos, levanto las manos a la altura de mis hombros. Otros están clavados en el piso, pero desplazan el torso hacia un lado y hacia el otro, como robots. Hasta que pasa lo mismo de siempre: en algún momento entramos en otro nivel de realidad, nos damos cuenta de que formamos parte de una máquina que avanza a su propia velocidad. Las piernas se aflojan, la piel se vuelve más sensible, la cabeza se prende fuego. Es como si hubiéramos llegado a un lugar que buscamos durante mucho tiempo. Nos movemos entre las nubes. El baile se vuelve un dibujo. Una chica me sonríe y yo hago lo mismo, es como si fuéramos hermanos. Todos están metidos en el ritmo general; estamos juntos pero, al mismo tiempo, cada uno de nosotros flota dentro de su propia cabeza.
Otra mitad, y en un momento la música entra en una especie de remanso, como el de un río. Nos calmamos, aunque seguimos metidos en la corriente. Todo parece congelarse, y es como si cada uno de nosotros estuviera parado solo en ese galpón. Entonces, entre los brazos y las nucas manejadas por el sonido, veo a una mujer que ya desapareció. Tiene puesta la ropa de hace dos décadas, el mismo peinado. Creo que me busca entre la gente. Y veo más allá, entre la gente, un árbol que ocupó el patio durante años, hasta que hubo que talarlo. Pero entonces la música estalla y todo eso desaparece. En el clímax las luces son extraterrestres, el cuerpo se agita de forma descontrolada, quiere salirse de los límites de la carne y los huesos. Solo pensamos en no dejar de movernos. Si levanto los ojos veo un caballo que flota. Es un caballo inflable que vuela sobre la multitud, pero creo que es algo épico. Cuando una luz ilumina el horizonte, aparece un mar de figuras, todas agitadas por la música. Es como una ola que se nos viene encima.
El tiempo pasa demasiado rápido. Cuando nos volvemos más conscientes sabemos que el final está cerca. Hasta que unas luces blancas iluminan todo y estamos sobre un mar de botellitas de plástico pisoteadas, entre caras transpiradas que tuvieron que bajar a la tierra.