Animalitos que son decisivos en la elección de 2019.
Si a la motoneta Leliq no se le salta la cadena, el dólar vuela como tapa de olla presión y lo que fue en 2018 una corrida cambiaria pasa a ser una corrida bancaria, y agarrate Catalina entonces, en un año y unos días Argentina iniciará un nuevo período presidencial y finalizará la gestión con la mayor y más violenta transferencia de ingresos desde los trabajadores a un reducido grupo de rentistas –ya ni la palabra empresarios o capitalistas les cabe– del campo, las finanzas, la energía y los servicios públicos. Esa transferencia no es sólo de dinero, sino también de prestigio, legitimidad social. Hoy al rentista se lo trata como arriesgado patriota, que deja de lado todo por los demás –excepto los fines de semana y feriados, aunque también en plena crisis una escapadita para tomar sol no esté del todo mal–, mientras que el trabajador va dejando de tener valor –así sea, nomás, como consumidor con solvencia–, primero el trabajador público, luego todos los demás. Esteban Bullrich lo plasmó con una celebración de la precariedad: “Debemos crear argentinos capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”, dijo como ministro de Educación en esa mentira que se llamó Mini Davos. La vicepresidenta Gabriela Michetti lo ratificó a comienzos de mes: “Hay que generarse uno mismo su trabajo”, dado que “el trabajo tradicional, que te ofrece una empresa, va a ser muy chiquito”.
Todas frases que interpelan a la mula que late en cada trabajador, que se escuchan como desafío.
Una mula en vos
Una mula, el animal más ciego, esforzado y brutal, sin gracia o brío o libertad, cuyo único mérito es el sacrificio, la constancia y el lomo para que la monten y la carguen. Todos los trabajadores, pequeños comerciantes o empresarios chiquitos pueden convertirse en mulas, no siempre sucede, pero siempre la mula está ahí, como que quiere, y sale rebuznando triunfal cuando se la llama con las palabras adecuadas. Una mula hiberna dentro tuyo, si no es que ya la estás padeciendo en tu cuerpo.
La mula odia la organización entre pares. Una buena mula puede solita. Así se le enseñó. Enseñar no es una cuestión de palabras. Se aprende que las nenas son débiles no porque solamente se diga que las nenas son débiles, sino porque en la hora de gimnasia hay división de nenas y nenes y unos juegan a algo y otras a esas cosas que juegan las mujeres. Y así, en todo. Y luego, capa por capa, con contradicciones operando todo el tiempo, después se superponen las interpretaciones. Primero se reza y después se cree en un dios, no al revés.
Lógicamente, la mula concibe el poder de forma monárquica. Para entender que funciona de otro modo hay que ocuparse de relacionarse con los demás, dejarse afectar por las diferencias, observar que la acción deseada a veces puede no tener los efectos esperados y otro tipo de complejidades mucho más molestas e intrincadas. La mula espera que su amo sea bueno, fin. La mula delega soberanía a un rey electo, por lo tanto los rasgos personales del rey electo le son importantes. Siente al amo en su lomo, cree: si el amo es bueno no duele. La mula cree en personas, no en políticas. Porque cree en el éxito y cree que es individual y cree en sacar buenas notas en la escuela, como vos. La mula aprende que ella vale sola porque suya es la calificación de la maestra y de todas las maestras que obedeció todas las mañanas durante once años de su vida. Hay que ser demasiado inocente para creerse ajeno a la mula y la meritocracia.
La mula repudia a los sindicatos y llora por su bajo sueldo al mismo tiempo. La mula hace de su trabajo y su ocio –su vida, bah– casi el mismo continuo de tonos pálidos. A la mula le encanta salir a cenar, es toda la imaginación a la que llega cuando piensa en la noche. El arte puede resultarle incompresible o asustarla. Le gustan las cosas lindas, prolijas. Tiene higiene.
Honesta, sometida y servicial, la mula aprendió muy tempranamente el valor del ahorro y del hogar, casi que no puede separar ambos términos. Tomó más de tres generaciones de creación de mulas la construcción del valor supremo del ahorro. ¿Quién no recibió esa enseñanza de la abuela? Acumular para lo tuyo, no despilfarrar. La mula no tiene derecho a celular, aire acondicionado o vacaciones, dijo el titular del Banco Nación, Javier González Fraga. Acumula y retiene la mula, se sacrifica y junta desprecio.
La mula usa bicicleta, bondi o cuatro por cuatro, atraviesa las clases. Y todos quieren a la mula, porque la mula ama el orden. Es lo único que pide: orden y alguna garantía nomás. Cambiemos glorifica a las mulas. Les da órdenes, en la cara: en invierno apagá el calefactor y no andes en patas en tu casa.
Todas esas mulas llegarán siendo mulas a octubre de 2019. No van a dejar de serlo. Los valores y las prácticas que hoy tienen ya desde siempre existían entre nosotros, Cambiemos explotó y exacerbó esos rasgos de las mulas, porque esos rasgos son imprescindibles para su programa. La mula cree que todos se esfuerzan como ella, pero lo cierto es que es la que más perderá en los cuatro años del saqueo de los conservadores porteños.
Una crisis distinta
“En la Argentina nunca se hizo un ajuste de esta magnitud sin que caiga el gobierno”, dijo delante de una selecta caterva de rentistas el ministro de Hacienda Nicolás Dujovne, durante los festejos por los 50 años de la creación de la Comisión Nacional de Valores. Esa es la potencia de las mulas cuando tiran para adelante y, también, el indicador de la diferencia material crucial en esta crisis: los más pobres no quedaron en la misma intemperie del 89 y el 2001.
El menemismo entendió eso de entrada, no se ajusta sin que haya un colchón de planes sociales. El combo de gobernabilidad y política social se estrenó en toda su potencia en la segunda mitad de los 90 con el estrellato absoluto de las manzaneras duhaldistas. En su bobera, De la Rúa hizo pasar lo peor de su ajuste justamente en el área social. Por el contrario, Cambiemos les sacó el jugo a dos hechos inéditos en la historia nacional: la existencia de un salario prácticamente universal y la cobertura casi total de los ingresos de los ancianos. Ese es el colchón imprescindible que amortigua la destrucción feroz del mercado laboral, la pérdida continua y cada vez más profunda del poder adquisitivo y la retracción y ajuste imparables del Estado y su brazo protector.
Así, quienes mejor están experimentado el ajuste son las mulas. Son las que pierden el trabajo y –encima– se siente culpables por ello. Pueden llegar a rebuznar contra el boliviano. La mula es blanca de alma y matanegro de convicción. El almacenero mula odia al planero que le compra. La mula linchadora es un vecino de bien que ayuda cuando no arranca la moto y que labura todo el día.
Como mínimo, los trabajadores perdieron el 20% de su poder adquisitivo en apenas tres años, si no es que quedaron en la calle, directamente. Ese porcentaje sólo considera el dato Indec de inflación respecto del promedio de los salarios registrados. Cabría señalar que otra es la cifra si se pondera correctamente el peso de los tarifazos. La desocupación para fin de año debería andar ya por las dos cifras, niveles propios de la crisis de 2002. Sin embargo, si la crisis cambiaria sigue atenazada entre el endeudamiento en dólares y las tasas de interés delirantes, y se contienen un poquito las alzas de tarifas y combustibles, hay chances ciertas de que las mulas sigan aguantando la carga estoicamente. Como lo hicieron en los 90, hasta que les acorralaron los ahorros.
Zanahoria
En este tono La Fontaine, la mula se diferencia de la abeja, que vuela organizada y en enjambre. La distancia de una a la otra es mínima y vital y convierte al manso artefacto del orden en un peligroso y disciplinado agente de la transformación. Un militante puede tener muchísimo de abeja, pero al cambiar de posición –buena parte de las veces, por accidente– puede perder de vista que probablemente primero fue mula y que no puede pedirle a la mula más de lo que la mula da: su magra esperanza y su enorme temor.
La esperanza de la mula es casi indistinguible. Parece una frase de poster de autoayuda falopa, pero la mula está más fijada en el camino que recorre que en la meta que alguna vez imaginó. Para la mula lo importante es el camino, la esperanza de que no haya demasiada piedra, que no cambien las cosas, que no se le altere lo que se le dijo que era lo correcto. O sea, que sigan las cosas que viene haciendo desde siempre del mismo modo.
El camino de la mula se va torciendo de a poquito y ni cuenta se da. Así, hoy se pueden hallar mulas rockeras, fumonas y de diversas sexualidades, tres posiciones inconcebibles para las mulas hace pocas décadas.
Como todo resulta de su esfuerzo, la mula no quiere que le roben. Su miedo a la gorrita y su repudio a la corrupción se expresan en un lenguaje único, el de la peor violencia que pueda concebir. La mula no quiere perder, más bien, no quiere perder de ese modo, por eso puede soportar las infinitas cargas de estos tres años, encontrar razonables la quita a los subsidios tarifarios y compartir por WhatsApp chistes sobre negros planeros, el ser que le puede robar mientras al mismo tiempo disfruta de la demagogia de los corruptos.
Son muuuchas las mulas. Quien no pueda articular una palabra sobre sus miedos, en 2019 tendrá que darlas por perdidas.