Cristina Fernández de Kirchner es la candidata más potente de la oposición y va a pasar el 2019 en el banquillo de los acusados. Cómo hará para que su discurso de campaña no caiga en el impotente “Vamos a volver” y cómo se despegará de las acusaciones es un misterio. Clamar inocencia y enumerar derechos y garantías judiciales violados no sólo no alcanza, empeora más su panorama. No hay desde su voz un discurso eficaz sobre la transparencia ni una propuesta que le permita avanzar sobre el tema, sin evitar las revolcadas en las pilas de denuncias. Apenas, con cierto tino estratégico, la novedad es la función de Juan Grabois: lavar a CFK con el mismo detergente anticorrupción que Carrió usó con Macri en 2015.
La oposición no hilvanó nombres realmente potentes por fuera de CFK, mientras que CFK da todo lo que puede dar y es como es. Su último discurso, en el foro de Clacso, emocionó y alineó a los propios, encrespó a los próximos (una cosa es querer convocar a los creyentes, otra es guiñar a los celestes) e irritó a los extraños. Tiene su piso intacto (también sus lastres).
Si la oposición no disputa con el gobierno esa franja del electorado que sólo piensa en la política 30 minutos antes de votar, está muerta. Es una franja que cree en la virtud del soberano como elemento fundamental de la política. No vota presidente, elige rey cada cuatro años y luego no quiere que nada ni nadie le moleste. Podría demandar la oposición que los dirigentes políticos no puedan tener ahorros en dólares, o cuentas en el extranjero, ni hablar empresas off shore. Sería un modo de cambiar el eje de la discusión.