Argentina dejó atrás 12 años de excepcional autonomía y entregó sus decisiones económicas al FMI, tomando deuda por 57 mil millones.
El 8 de mayo de 2018 se cerró un ciclo extraordinario para la política argentina, un lapso para la decisión política que duró 12 años y cuyas características no se conocían desde que el dictador Pedro Eugenio Aramburu nos entregara al Fondo Monetario Internacional en 1956. Argentina no es Estados Unidos, ni siquiera es México, Brasil, Corea o Sudáfrica, acaso Turquía. En el pelotón de países como Hungría o Colombia, Argentina puede, como mucho, decidir qué tipo de dependencia internacional puede intentar construir en función de sus objetivos locales y en el marco de una economía global en la que incide casi en nada (apenas, y por causas naturales, puede generar una pequeña variación en el precio de los cereales). Eso se llama “inserción en el mundo”: elegir al jefe que más convenga, tratando de hacer una lectura de la dinámica económica mundial que permita prever la sustentabilidad y el provecho de esa elección.
Pasaron casi 50 años redondos hasta que Néstor Kirchner pagara de un saque la deuda que el país tenía con el organismo, 9530 millones de dólares girados el 3 de enero de 2006. En combinación con los sucesivos canjes de deuda externa privada –que implicaron fuertes quitas–, el país se encaminó por primera vez a la independencia financiera. Trabajosos acuerdos sudamericanos en la misma dirección generaban que el esfuerzo estuviera apalancado regionalmente. Lula estaba en la misma. El sur en bloque dejó de mirar al norte timbero y empezó a observar a la gran expansión oriental, un imperialismo más clásico con inversiones concretas, fierros e infraestructura, comercio real.
En menos de tres años el gobierno de Cambiemos arruinó ese legado, generó la hipoteca más monstruosa desde el tiempo de la dictadura militar –más de 57 mil millones de dólares, sólo con el FMI– y volvió a ubicar al país como colonia financiera de los capitales golondrina y el interés norteamericano.
La reestructuración de nuestra deuda externa, el modo elegante de hacer un default, sucederá el año que viene o en 2020. No hay otra salida al camino elegido por el gobierno, el de endeudar al país para financiar el déficit comercial –resultante de la apertura importadora–, la fuga de capitales –que se disparó por el incentivo a la bicicleta financiera y el levantamiento de toda restricción al ingreso y egreso de fondos especulativos– y el pago de las deudas en dólares que el propio gobierno contrajo en 2016 y 2017, cuando los billetes verdes llovían como el maná.
Hoy no sólo tenés muchísima menos plata en el bolsillo, sino que debes tantísimo más que en 2015. El año cerrará con un peso de la deuda externa respecto del PBI que rondará el 90%.
Cambiemos logró que la deuda vuelva a ser impagable. Pero el problema apenas empieza ahí. Al acreedor principal, el FMI, le importa que esa deuda no se termine de pagar nunca por una sencilla razón: mientras sea así, su oficina emplazada dentro del mismísimo Banco Central seguirá cumpliendo su función virreinal.