Del control de precios a la venta de choclos con agrotóxicos. Apenas habría que sentarse con ocho supermercadistas para organizar el grueso del consumo popular.
El Indec informó que en diciembre de 2018, por sexto mes consecutivo, cayeron las ventas en los supermercados del país. La merma respecto de diciembre de 2017 fue de 8,7%, el acumulado de los 12 meses llegó a caer un 3% respecto del 2017. La inflación no cede, el relanzamiento del programa Precios Cuidados fue un bluff más –¿se acuerdan de los "Precios Transparentes", que terminaron destruyendo el pago a cuotas?–, la inflación orilla el 50% anual y el poder adquisitivo está cada vez más golpeado.
Atrapado en las telarañas de teorías caducas, el control de precios siempre fue una medida rechazada por quienes se arrogan el saber económico, una ortodoxia que cada vez puede ofrecer menos respuestas a los viejos problemas que repite ya por tercera vez, después de los ensayos de los 70 y los 90. Hay una crítica a la pérdida de rentabilidad, a la orientación del Estado. Se ata la potencia del mercado, se dice. Se distorsiona su fuerza natural.
Todas estas metáforas, que no son más que eso, resultan muy rápidas de comprender. Hay una división tajante entre buenos y malos –como en El Señor de los Anillos o Star Wars– donde lo malo es lo público y la política y lo bueno es lo privado y la empresa. La maldad consiste en reprimir, impedir o controlar –por espurio interés ideológico o burocrático– y la bondad es la libertad, que deviene (o debería devenir) en un vigoroso desarrollo racional –por obra del esfuerzo meritorio. Es la segunda imagen positiva aquella que está impregnada y que se superpone sobre la división entre buenos y malos, en este caso.
Aquello que se sustrae respecto de lo público es lo privado. Aquello sobre lo que el pueblo no delibera ni gobierna. Aquello que analiza y opera sobre la población con su enorme variedad de técnicas para catalogar conductas de masa: tantos vemos la tele en tal hora, tantos compramos tal yogurt, tantos vamos a la cancha a ver el fútbol, tantos gastamos tantos litros de nafta, y así. Desde lo privado, las decisiones que se tomen (y que afectan directamente la vida de las comunidades) no tienen por qué considerar en modo alguno los efectos sobre las poblaciones y los pueblos. Esas decisiones están sustraídas de su foco. Cuando, por una ecuación de mayor rentabilidad privada, un chacarero cierra su tambo y
lo sustituye por soja, no tiene por qué pensar en sus efectos en la desocupación. Cuando una empresa decide enviar sus fondos al exterior, no tiene por qué preguntar por la opinión
popular al respecto: si bien es moneda nacional, es también dinero privado y con él se hace lo que se quiere.
Pero, ¿que pasa si se quita la valoración sobre la actuación de esos agentes –los políticos, los empresarios– y se invierte su posición? Se necesitan, quizás, nuevas metáforas para que un modelo así se pueda digerir más rápido, porque no es tan sencillo asumir que las empresas también forman parte del gobierno político de las comunidades, o que el funcionamiento del mercado produce determinada (y no otra) organización política de la comunidad.
El mercado decide tu alimentación, por ejemplo. Algo que te ocupa más o menos cuatro horas de las 16 en las que estás despierto. Un ejemplo simple, que viene al caso, para no ahondar en nuestras formas de comunicación, nuestro ocio recreativo, nuestros modos de vestir o, más directamente, nuestras relaciones laborales. O el reparto de la tierra: es el mercado el que impulsa y promueve la existencia de minifeudos municipales negro free con piqueteros armados legales cortando la libre circulación de las calles. Los llamamos countries.
La oferta de alimentos, mayoritariamente presentada en los supermercados, es la que manda en la mesa hogareña. Que haya una góndola entera de salsas, mayonesas y mostazas y apenas dos metros de bolsas de legumbres –con apenas cuatro o cinco legumbres distintas– no habla tanto del gusto de los argentinos, habla de cómo se gobierna el gusto de los argentinos. Las cantidades, precios y calidades de los alimentos en los supermercados son el corazón de la política alimentaria que nos damos como comunidad.
En todos, todos, todos los mercados que sean apetecibles los más fuertes absorben a los más chicos. No puede suceder de otro modo. Esa fuerza puede venir de una innovación que cambie las reglas de un mercado dado (las redes sociales transformaron el negocio de la prensa) o de tener como empleadas a 40 mujeres pobres encadenadas a máquinas de coser. La diferencia no viene al caso. Quien obtiene mayores ganancias que los demás va comiendo de a poco a los demás. Se llama concentración y es un proceso tendencial e inevitable y descrito ya en el siglo XIX. En esta nota está explicado con una fábula:
Así llegamos a nuestras ocho empresas. Podemos intuir algunas: Día, Coto, Carrefour, Wal Mart, La Anónima. Son cinco de ocho, es bastante. El punto de corte es la cantidad de metros cuadrados: ocho empresas en el país ostentan superficies de venta totales mayores a 100 mil metros cuadrados, 93 empresas –como el Alvear, el Kil Bel o el JK–presentan superficies menores a 100 mil metros cuadrados. Esas ocho empresas explican el 83,9% de las ventas de los supermercados, según especificó el Indec en la página 7 de su "Encuesta de supermercados y autoservicios mayoristas".
Vamos de nuevo: hay que sentarse con apenas ocho empresas para meter la mano en el 83,9% de la facturación de los supermercados, que es más o menos lo mismo que decir el consumo hogareño de los argentinos.
¿Es posible creer que no hay cartelización? ¡Si son menos que la cantidad de personas que se necesitan para un fútbol cinco! ¿Se aprecia como el mercado es una forma de gobierno y que su supuesta libertad desinteresada es la acción coordinada de muy pocos agentes –y ya ni siquiera usemos ese concepto, en verdad son muy pocas personas concretas? Al final de una cadena que arranca con las empresas de capital biotecnológico, Monsanto es la primera y la que manda, hay apenas ocho tipos –seguramente son tipos– que deciden en buena medida qué, cómo y cuánto comés.
No es que se abogue por la expropiación y gestión obrera y pública de las cadenas de comercialización (aunque...), tampoco por la regulación de las ventas de toxinas disfrazadas de alimentos (pero, ya que estamos...), apenas, digamos, algo más básico, como una charlita sobre qué están haciendo con los precios. Algo como un asadito después de un fútbol cinco, para decidir sobre el asado dominguero de los más de 45 millones de argentinos.