La infancia, la memoria, la dictadura y la transmisión de la experiencia histórica.
“Acá estoy”, dijo la profesora, “explicándole qué son las Madres”. El nene tiene poco más de cuatro o cinco años, está parado sobre San Jerónimo mientras de la marcha se escuchan sólo el arrastre de los pasos y, más lejos, el megáfono de HIJOS. Se llama Lev y mira a su mamá para arriba, con el cuello bien doblado. En la infancia existen los gigantes. La madre de Auden, en plaza de Mayo, repite casi lo mismo. Auden tiene más o menos la misma e indefinida edad, la de los chiquititos. Alza una varilla con un pañuelo hecho de papel en la punta. No es la primera vez que están en una marcha del 24, no será la última, todavía falta mucho para que lleguen al momento de decidirlo por sí mismos, ese momento en que uno cree que está empezando a participar de la historia, pero no.
1989
Fue en el paso de cuarto a quinto grado cuando Sebastián desapareció.
Hace miles de años no había internet y el primer día de clases era un día de reencuentros. Sebastián desapareció durante el verano. Iba a otro grado, pero tenía amigos en todas las aulas. Sólo sus vecinos conocían su casa, vivía en Colastiné, cuando la ruta 1 era una cinta fina y todavía había masivos bosques de eucaliptus y ningún terraplén que pudiera parar al Paraná en la creciente.
Otro Sebastián, que vivía a dos cuadras de su casa, fue el que dio la noticia de que Sebastián estaba en otra escuela. “No va a volver”, dijo, y a partir de ahí Sebastián se fue transformando de a poco en apenas un conocido. Primero, de las aventuras en la costa, después de las primeras noches de fin de semana. Ese primer día de clase de quinto grado, capaz de sexto, Sebastián contó también que Sebastián había cambiado su apellido y que ahora era Suárez, cambio que muchos vimos impertinente, acaso vanidoso, y que tantos otros encontramos incomprensible. ¿Qué se creía Mazzetti? Sebastián, el que nos dio la noticia, tenía algo atragantado, que nunca reveló mientras todos le sacábamos el cuero a su vecino, que ya no era más nuestro compañero de escuela y que hacía cosas raras.
Quince años después Sebastián Suárez explicó que en la escuela Moreno consideraron que podía ser muy problemático para todos que se supiera de su cambio de apellido. ¿Qué iban a decir los otros padres? Sebastián había pasado de su apellido materno, Mazzetti, a su apellido paterno, Suárez. Su madre lo había parido en cautiverio, su padre había sido un conscripto que la dictadura chupó para siempre en agosto de 1977, era militante de la JUP y había estudiado en Ingeniería Química. “Ya terminan las clases, ya empieza primer año. Dejémoslo con el apellido viejo y que, cuando empiece la secundaria, lo haga con el nuevo”, dice Sebastián Suárez que le dijeron a su mamá cuando recién estaba estrenando su apellido. “Cuando después la maestra tuvo que contar que yo tenía un nuevo apellido todos los chicos empezaron a preguntar por qué y ahí fue que les dije la verdad. No es lo mismo decir que mi papá estaba muerto a que es desaparecido. Les resultaba muy extraño. Era una película de terror que les habían contado, pero no tenían contacto con alguien que la hubiera vivido”, recordó.
No fue un primer día de clase de quinto, tampoco de sexto. Fue un primer día de séptimo grado y Sebastián hizo todo el año en la Moreno, nunca dejó de ir a la escuela, y después siguió su camino. Sebastián nunca había desaparecido.
La memoria biográfica y la memoria histórica tienen siempre dificultades para coincidir.
“Nosotros no vivimos la dictadura”, dice una amiga, ahora en sus 40, pensando en la generación de nacidos entre 1976 y 1983. Éramos muy chicos. Pensamos, ahora, con los hijos que llegaron, en las veces en que nos sacaron rajando de la vereda para entrar a la casa, en los soldaditos de plástico desparramados en el piso y la voz ronca de Galtieri en blanco y negro y en las colas para ir a votar, agarrados de una mano y tratando de entender cómo puede ser posible elegir una boleta en un cuarto sin luz. ¿Quiénes éramos nosotros? Miles de pibes con sus padres desaparecidos, o nacidos en el exilio, con su familia en cana, torturada, cientos creciendo en un siniestro secuestro sin fin. La enorme mayoría de los niños de los 80 no fuimos esos niños, pero esos niños, de la forma más oblicua, éramos nosotros. Todos los que nos sentimos los niños salvados del horror más hondo para siempre vamos a ser los que nunca fueron esos niños, que sí lo vivieron y que se sentaban en el pupitre, al lado. Vamos a ser para siempre sus lejanos testigos, sus compañeros de escuela, sus amiguitos que, en el recuerdo, los hacen desaparecer y aparecer según pasa el tiempo, su relato, o vamos a ser los canallas que prefieren correr la vista y convertirse en exiliados de la historia.
2049
Las madres mueren, van a morir y con sus muertes se llevan y llevarán su mundo, el mundo donde crecimos, y así el mundo se hace más nuestro y al mismo tiempo más extraño. Se llena de gente nueva, gente que tiene una vida propia y que ocupa nuestro lugar y que hizo cosas como nacer después del 2000. Dentro de 30 años nosotros vamos a ser muchos menos, nos habremos empezado a ir, y de las Madres no va a quedar ninguna. Lentamente, las generaciones que vivieron la dictadura se van a ir yendo de las plazas, de la vida.
La transmisión de la experiencia histórica es un proceso continuo y ramificado que va mucho más allá de su imprescindible estampado y encuadernado en papel. Historia significa registro. Todavía hoy lo que no está impreso difícilmente sobreviva a los protagonistas de los hechos, pero renovar el pasado, hacerlo actual, implica toda una serie de acciones de las cuales su registro perdurable es apenas una instancia.
Alguna vez los argentinos fuimos capaces de reventarnos en una dictadura única en sus características, tanto que popularizó en todo el planeta un vocablo político y jurídico que, donde sea, se dice en castellano: desaparecido. Sus generaciones de sobrevivientes, asesinos e indiferentes están vivas. Fuimos capaces los argentinos de muchas masacres de las cuales nos queda apenas el cuento, el relato y el concepto, a veces la memoria y casi nunca la experiencia. A través de nuestro Estado, los argentinos nos masacramos en las campañas contra los pueblos originarios, en la Semana Trágica y en los fusilamientos de la Patagonia, en los bombardeos a la plaza de Mayo y, finalmente, los argentinos nos desaparecimos.
¿Cómo podemos saber hoy qué sentía un panadero anarquista en la década del 20, con el filo del destierro a punto de degollar su futuro, su exilio de vasco miserable? ¿Cómo vamos a hacer para que la plaza de 24 –como sea esa plaza del 24– perdure en aquellos que están naciendo ahora, 43 años después de la dictadura?
Una experiencia histórica se puede transmitir cuando hallamos una clave: qué había en ese pasado que hoy esté presente. Esa vulgaridad necesita ser afilada. No se trata de un resto, una ruina, un legado de lo que fue alguna vez y que hoy vemos como tal. La ESMA no estremece por seguir intacta como siempre fue, sino por todo lo que su silencio denuncia. Es una ruina, pero es más que eso. Tampoco es suficiente la simple duración: se puede denunciar que los Bullrich son hoy los mismos de ayer, sí, pero eso no quiere decir que haya perdurado la experiencia de lo que ayer hicieron los Bullrich, repartiendo esclavos donde hoy está el shopping más coqueto de Avenida Libertador.
Una experiencia histórica no se pierde en el tiempo cuando se comprende cuál es su consistencia. La historia se produce cuando hay un sujeto que resiste, un sujeto que transforma. Sin ese sujeto y esa acción, apenas queda tiempo vacío y mera repetición, años de nada. Lo que se transmite es una posición de resistencia y un deseo de transformación. Para eso son las plazas y ese fue el grito principal de la plaza en el último 24: “Por los 30 mil desaparecidos, nunca más un gobierno neoliberal”.
2019
Marchamos pensando si éste será el último 24 bajo el macrismo y recapitulamos el 2x1, los carteles de los diputados de Cambiemos en contra de las organizaciones de Derechos Humanos, las cárceles domiciliarias. ¿Cómo va a ser el 24 de marzo de 2020?
Las Madres, su presencia, desatan una furia de fotógrafos tratando de detener la muerte. “Mirá mamá, una abuela de Plaza de Mayo”, señaló una nena de 10 años apuntando a Queca y Otilia, con la cara llena asombro, futuro y glitter.
Texto: Juan Pascual
Fotos: Mauricio Centurión