Por qué nuestra comunidad quiere reducir la memoria de la inundación de 2003 a una efeméride.
Los amigos son importantes, aunque no tanto como los hijos o ciertas convicciones. Las amistades aparecen en los lugares donde se pasa el tiempo: la escuela, el trabajo, la noche, la calle. Donde se pasa el tiempo, donde se pasa la vida. Sin cuidados, las amistades se marchitan hasta transformarse en amables distancias, en el mejor de los casos. Un amigo o amiga se puede distinguir en un momento muy particular: la invitación a tomar la leche o el vino, según la edad. Los amigos comparten la casa. A mi casa no entran negros.
A tu casa tampoco entran negros, con seguridad, casi que completa, hay datos estadísticos. Aún cuando seas la persona más caritativa o solidaria o comprometida y organizada en el mundo, a tu casa tampoco entran negros. A lo mejor uno que otro, circunstancialmente, sin que lo sepas o sin querer o como una declaración exótica o vacíamente estética, o de pasadita. Como muchos, no es un hecho excepcional, di varias veces cama y compartí mi hogar con otros y otras. Recibí a amigos separados que pasaron una noche o unas semanas, según el tenor de sus cuitas. Por pedido de un familiar, alojé a una bailarina tucumana durante varios meses, dormía en un sillón cama enorme y ponía flores en la mesa, a veces. Nos hicimos amigos. Poco tiempo después recibí a un amigo con el que convivimos durante mucho tiempo. Mirábamos series por horas y fumábamos salvajemente. Ninguno era negro.
Llamamos negros a los pobres porque la mayor parte de los pobres son criollos. En la escuela se enseña ese término, denomina a los descendientes de europeos y de indios, luego aborígenes y hoy pueblos originarios. El término es de uso muy común en la vida privada de los racistas, en la vida pública poquísimas veces se ha usado. Es prácticamente impronunciable.
Quien mejor expresó el significado político del término fue el vicepresidente de la Sociedad Rural, en 2008, cuando los dueños de la tierra lloraban miseria sobre sus Toyota Hilux, haciendo asados y chupándose a la vera de las rutas, armados y amenazando a quien se les oponga, en nombre de la tradición, el campo, la nación. Nación, nacimiento, derecho de sangre. El 21 de marzo de 2008, por radio Mitre para todo el país, en gangoso recoleto, Hugo Biolcati defendió los cortes de ruta expresando una distinción: había que “mirar el color de la piel” de los piqueteros para ponderar la legitimidad de los reclamos. En el reverso se revela una trayectoria histórica evidente. Se les dice negros a los expulsados de la tierra que cayeron en los lugares abandonados de la ciudad. Y a sus hijos. Y a los hijos de sus hijos. Y a los hijos de sus hijos de sus hijos. En rigor, los herederos del acervo tradicional más profundo, estilo ganadero de Buenos Aires, varones blancos que creen que la patria es pisar bosta con una bota que vale miles de pesos, esos tipos no dicen negros. Todavía los llaman indios.
Los racistas urbanos comunes, como nosotros, tenemos un señuelo para ocultarnos: como los negros no son afroamericanos alegamos que no tenemos problemas con la piel, que el problema es con el alma. Los negros son negros de alma. En el otro extremo, también son de mierda. Alma y mierda son sinónimos –y entidades trascendentales, que hacen que el negro sea tal– y equivalen a los gestos, los modos, el habla, la cultura de los pobres.
Bueno, a veces entra un negro a tu casa, de forma regular. Sucede cuando hay mediación monetaria y una necesidad: limpieza, jardinería, albañilería gruesa, sexo o drogas. La estancia del negro en esos períodos suele restringirse a plazos muy limitados, el tiempo de trabajo o la duración de la transacción.
Tengo pruebas de lo que digo.
La prueba
Perdiste tu casa, perdiste tus cosas y tus recuerdos, perdiste tu perro y perdiste vidas que querías cerca tuyo para siempre. Una masa arrasó el mundo, el horror todavía te acosa mientras por delante sólo hay días de nada, sin nada, el vacío más profundo que se traga todo. En los días finales de abril de 2003 hubo 139.886 santafesinos, casi el 30% de la ciudad, desplazados por un torrente imparable que subía y avanzaba con la maligna indiferencia de la fuerza natural. La realidad se derrumba, caminás en calzoncillos mojados por Vera, deambulás extraviado por Avenida Freyre. Fueron 36 mil hogares los que se disolvieron en minutos.
Un amigo te ofrece su casa, su vida, su realidad. Te devuelve al mundo, al orden, y te arranca de la locura. La locura es una casa hundida en tres metros de agua oscura en menos de una hora. Hay un amigo que te ofrece su casa, o no lo hay.
El espanto más absoluto de la ciudad de Santa Fe fue la inundación de 2003. A 16 años del desastre, el tiempo va ubicando esos días en un lugar lejano, que la comunidad puede tolerar, y apenas: el de la efeméride de ocasión. Y no se debe solamente a evitar hurgar en las directas responsabilidades políticas, en parte ya sancionadas por la Justicia. Hay algo más subterráneo, una sombra difícil de reconocer, una imagen que resulta insoportable de asumir, un reflejo que nos asusta.
Hay vergüenza, vergüenza que está en el reverso del ampuloso orgullo con el que se exaltó durante un breve tiempo la solidaridad de la población con los inundados, como si se hubiera tratado una fuerza de ocupación, que se atreve a cruzar las grietas y muros que protegen a la polis blanca, la negro free zone.
El éxodo de los inundados generó al autoevacuado y al centro de evacuados. Ambos términos son infelices. El autoevacuado en verdad es alguien que sí fue alojado en una casa. No se fue de su hogar inundado a un hotel céntrico, o a su casaquinta de Villa California: lo recibió alguien en una casa del lado seco de la ciudad. Hubo un amigo, una amiga, una relación, un tiempo de vida compartido, experiencias, lugares en común. Alguien que en el peor momento de tu existencia abre la puerta y te dice “Pasá, amigo”.
Al 6 de mayo de 2003, una semana después de que entró el agua a la ciudad, se registró el punto máximo de campos de refugiados –es el verdadero nombre de los centros de evacuados– en Santa Fe. Eran 475 lugares en los que sobrevivían 75 mil personas. La mayor cantidad de los campos se estableció en las escuelas: 140 habían sido inundadas (el 55% de los establecimientos de la ciudad) y 110 recibieron inundados. Ya entrado julio, todavía había 2.200 evacuados repartidos en 31 campos. Dos predios de carpas importadas desde Italia, que se inundaban con las lluvias, alojaron a 700 personas en proximidades del Hospital de Niños y del Mercado de Abasto. En el nombre de defender la vida de los refugiados, se borroneó todo rasgo de la vida de esos cuerpos como vida humana. A esos que ahí estaban, el Estado no los reconocía como ciudadanos, como propios. Ese abandono se evidenció por completo en los campos de refugiados. Y se extendió en el tiempo: llegaba diciembre y todavía había cientos de refugiados en las carpas de La Florida y La Tablada, en peores condiciones que al principio. Con cada lluvia se volvían a inundar. Refugiado: una vida humana sin derecho humano. ¿Qué es eso? Un inundado de La Florida lo explicó en El Litoral del 12 de noviembre de 2003: “no somos animales para que nos traten así”.
Los campos de refugiados no fueron más miserables sólo por la obra de los voluntarios. Es innegable. La organización conjunta reparó lo que ya desde antes se sabía que el Estado no iba a proveer nunca. Pero seguir pensando que allí hubo simples, transitorios, pobrecitos evacuados por un lado y solidarios ángeles por el otro, separados por un mostrador, es perpetuar una denegación.
Cuando más se necesitaba la amistad se reveló que la amistad no existía. En Santa Fe hubo 75 mil personas que viven en el oeste, los negros, y que no pueden decir que tienen a alguien en el este que les abrirá una puerta para cobijarlos del infierno. Son casi uno de cada cinco santafesinos. La solidaridad del voluntario es la versión escuálida, apenas moral, de la profundidad política que tiene la amistad.
Eso es una comunidad estallada, sin puntos de cruce, sin espacios de encuentro común, sin experiencias compartidas. Esa es la vergüenza que no puede asumir la parte blanca que domina a esa comunidad. Hubo 75 mil personas sin siquiera un solo amigo del otro lado de ese tajo que cada vez parece más gigante y que nos parte al medio, sin una amiga que les abriera la casa en su peor hora. Los santafesinos blancos les cerramos la puerta a 75 mil personas que perdieron todo. Eso somos los santafesinos blancos, de alma y mierda.