Qué sería de nosotros sin nuestras privadas epifanías. Esos momentos en los que sentimos que realmente estamos en el mundo; unos segundos, un minuto saturado de sentido que explica todo, un lapso donde vemos por primera vez las cosas, donde descubrimos alguna forma de inminencia. Esas epifanías son tan variadas, pueden producirse frente a la cara de alguien, frente a un paisaje, frente a unas palabras que escuchamos, frente a alguna escena que contemplamos mudos. Algunos tienen sus epifanías cuando miran a sus familias, a sus hijos, a sus perros; otros, en el sexo; otros, en un lugar que fue o se vuelve, de pronto, importante. Aunque las epifanías son trascendentales, pueden ser provocadas por cosas bastante comunes. Tuve una durante una noche de esta semana, en el patio de mi casa. Eran alrededor de las once. Salí a descolgar la ropa pero algo hizo que me quedara quieto y terminé sentado en el suelo. Había una brisa hermosa, esa brisa que dice que llegó el otoño. Las hojas de las plantas se balanceaban con una serenidad increíble. El aire estaba demasiado limpio, y cuando levanté la cabeza vi el cielo negro inmenso, iluminado por la luz de todas las casas de esta ciudad y por la galaxia. Desde algún comedor llegaba el ruido de un televisor. Pero lo que escuché muy cerca, del otro lado del tapial, fue la voz de mi vecina que acaba de ser madre. Le hablaba a su hijo en una lengua inventada por su amor. Ese conjunto de datos formó una especie tejido, una red que me mostró de pronto algo, al mismo tiempo, concreto pero invisible, que me obligó a quedarme ahí sentado.
En julio de 1851 Tólstoi tiene 22 años. Después de anotar en su diario que perdió 850 rublos en el juego, se emborrachó, se acostó con una mujer y deseó a otra que lo rechazó, relata una epifanía nocturna: “Acabo de estar recostado detrás del campo. ¡Qué noche tan maravillosa! La luna surgió poco a poco de una colina e iluminó dos nubecitas pequeñas, finas y bajas; detrás de mí un grillo chirriaba su melancólica e incesante canción; a lo lejos se oía una rana y de las proximidades del aúl llegaban los gritos de los tártaros y los ladridos de los perros; de pronto todo volvió al silencio y una vez más se oyó el chirriar del grillo y se vio una nubecita que pasaba transparente entre las estrellas más próximas y las más lejanas. Pensé: voy a describir lo que veo. Pero, ¿cómo puedo escribirlo? Tengo que ir y sentarme a una mesa manchada de tinta, tomar un papel grisáceo y tinta, ensuciarme los dedos y trazar letras sobre el papel. Las letras formarán palabras y las palabras frases; pero, ¿acaso se puede transmitir lo que uno siente? ¿Acaso se puede transmitir a otra persona la manera que uno tiene de percibir la naturaleza? La descripción es insuficiente”. Tal vez es posible transmitir algo, querido Lev, pero necesitamos intentarlo siempre otra vez, por eso un siglo después de que te entierren en un lugar preciso de Rusia, entre unos abedules, seguimos escribiendo.