Mi vecina pianista, la mujer que vivía a dos o tres casas de la mía, murió. Fue hace un par de meses. Me acuerdo de esa noche. Volví tarde de una cena y cuando doblé en la esquina vi de golpe la camioneta brillante de una funeraria estacionada en su casa. La imagen me impactó por un detalle: las puertas traseras estaban abiertas y tiraban la luz blanca del interior aséptico sobre la calle, pero no había nadie en el vehículo ni tampoco alrededor. La cuadra estaba en silencio, ni las hojas de los árboles se movían. Me quedé mirando ese paisaje pacífico y un poco siniestro antes de meterme en mi casa. Un par de días después recibí la noticia de forma inesperada, como suele pasar con la muerte.
Hace varios años que vivo en el mismo lugar, años durante los cuales me crucé muchas veces con mi vecina. Pero recién en el último tiempo empezamos a saludarnos. Antes fantaseaba con frenarla en la vereda para decirle que me encantaba escuchar su piano desde mi ventana, cada vez que ensayaba sola o con esos músicos jóvenes que entraban a su casa cargando instrumentos tan altos como ellos. Me hubiera gustado decirle que la conocía de antes, porque la había visto tocar en algunos conciertos, desde una de las butacas del Teatro municipal. También quería decirle que por su culpa me volví fanático de una obra de Chopin, cuando la tocó una noche de la que no me voy a olvidar. Pero nunca le dije nada, en parte porque soy tímido y en parte porque cada vez que decidía hacerlo pensaba que, como buena pianista, ella debía escuchar con frecuencia comentarios previsibles como los míos.
Cuando supe lo del poco tiempo que le dio su enfermedad, me pregunté si durante sus últimos meses tocó mucho el piano o si, al contrario, abandonó ese instrumento que ocupaba la mitad de una habitación, dejó que esa máquina de madera y metal se transformara en el fósil de un animal musical. Pensé mucho en ella. Y recordé que, durante esos últimos meses, la había visto hacer cosas que de costumbre no hacía. Una tarde salí de mi casa y estaba sentada en una sillita, jugando con sus nietos en la vereda, como si fuera una nena. Elegante como siempre, con su peinado intacto. También recordé que una mañana se había olvidado la llave puesta en la puerta, del lado de afuera, y fui yo el que la encontró, aunque se la devolvió otra vecina.
Ya sabemos que los muertos dejan casi siempre sobrevivientes que tienen que hacerse cargo, quieran o no, de su muerte. La pianista dejó hijos y un marido. Durante semanas lo vi a él sentado en la puerta, a la tardecita o ya en la oscuridad, fumando con una camiseta blanca. Otro día lo encontré sentado dentro de su auto. Hace un par de días lo vi llegar a su casa con un portafolios. Tardó unos segundos en abrir, apoyado contra la puerta, y durante ese breve lapso en que lo veía de espaldas tuve ganas de acercarme corriendo para decirle que esperaba que estuviera bien, y que todas las cosas pasan, incluso esta. Pero no lo hice.
Como me gusta tu relato Santiago!!! Soy una persona para vos desconocida pero que comparte lo que trasunta tu escrito. Ya andaré por Santa Fe y nosconoceremos y junto a mi queridoMonchi degranaremos algun recuerdo de nuestra querida Nelita