Después de dos años y tres días de militancia, logré que la o de “Estación” del cartel de la Estación Belgrano tuviera la tilde. Sí, el cartel tenía un error de ortografía y me resultaba insoportable. Al punto tal que empecé una campaña 2.0 para que alguien de la Municipalidad se hiciera cargo y lo arreglara: mi neurosis paga todos sus impuestos, señor intendente. Como imaginarán, mi reclamo fue desatendido y tuve que hacer ortografía por mano propia.
Sí, el 30 de abril pasado le coloqué la tilde a la o. ¿Puede considerarse vandalismo una intervención que corrige una falla? ¿Es condenable haber transformado la realidad, mejorándola? ¿Qué otra cosa es ello sino una acción ciudadana política concreta? Mejoré la ciudad. La hice más linda. Evité que un turista fuera a su hogar con la impresión de que los/as santafesinos/as escribimos mal. De ahí a creer que no nos interesa que escriban santafesino/a con c hay nada de distancia. ¿Usted quiere eso? ¿Y después con qué autoridad seguimos defendiendo que se dice “masitas”, eh? La cosa es que gracias a mi capacidad de mufar equipos de fútbol, unos ricos alfajores y un tipo que todavía cree en la magia y en la palabra, mi amigo Juan Martín Alfieri, podemos decir que la militancia vale la pena, las cábalas son sagradas y aguante la menta granizada.
¿Ustedes se preguntan qué tiene que ver la mufa, la pastelería y Alfieri con la tilde en la o? ¿No? Yo tampoco. Por eso creo que es mejor hablar de otra cosa. ¿Cuántos/as se habrán dado cuenta que al cartel le faltaba la tilde? ¿Cuántos/as habrán reparado en la falla? ¿A cuántos/as les habrá molestado físicamente la ausencia de tilde de la misma manera que molesta el instante en el que nos damos cuenta que vamos derecho a pisar la línea de la baldosa o la brea que separa los bloques de asfalto? ¿Cuántos serán los que reparan en lo que no debería estar?
A los pocos minutos de haber puesto la tilde sentí el vacío del “¿y ahora de qué me voy a quejar?”. No se trata de un estado de inconformismo pleno. Aunque no entiendo por qué habríamos de conformarnos con menos que con la eternidad. Pero bueno, cada cual conoce su zona de confort. En mí se trata, simplemente, de aprovechar las oportunidades de no aburrirme o de no ver siempre todo de la misma manera. Ya que el coso de la eternidad ese sería, dicen, medio complicado, al menos pretendo no aburrirme cada tanto. En perspectiva, no es mucho lo que pretendo. Ya sé que ustedes estarán pensando que tengo mucho tiempo libre o la suerte de disponer del tiempo necesario para prestarle atención a estupideces. Tienen razón y no me voy a disculpar por eso.
¿Y logro? Sí, de a ratos sí. ¿Y cómo? Las menos de las veces con lo que el dinero puede comprar. Y las más con todo eso para lo que existe Mastercard. Por ejemplo, la tilde en la o. O indignándome por otras cosas como el cartel del “vívero” que está a la vuelta de mi casa. O que el chino del chino se llame Diego. ¿Se entiende? No existe la letra “D” en China, pero él se llama Diego. Una cosa de locos. O el mate de té que si es té no es mate y entonces contradice al segundo principio de la lógica que es, justamente, el de contradicción: si es A entonces no es B. Me divierto enfocándome en cosas indignantes por lo obvias. ¿Por qué le celebramos la mentira a Diego? ¿O por qué festejamos que por fin pusieron un semáforo en una calle peatonal para darle prioridad de paso al automóvil porque si no el auto no le da paso al peatón? Sí, es un chiste pero en Santa Fe, en realidad, no lo es.
También me divierto creyendo que el empacho se cura con la cintita y unas palabras mágicas. Y esto es un pedido desesperado para que alguna doña me transfiera el don. Me divierte defender a capa y espada que la tormenta se corta clavando un hacha en la tierra… o un cuchillo en la maceta. ¿Por qué? Es lo que menos importa. Soy profesor de epistemología en la facultad y apóstata. E idiota, sí. Pero no por lo que ustedes creen. No saben lo divertido que es verle la cara de bronca al escéptico cuando deja de llover después de que clavo el cuchillo. ¿Creo en la magia? No, claro. Pero eso no significa que quiera conocer el truco. Prefiero esperar expectante a ver si el gualicho, la mufa o el truco funcionan, en vez de ser un mero espectador de lo que pasa. Prefiero que mis amigos confíen en mis poderes cabuleros porque como todos/as sabemos, la cábala no se mancha. En última instancia, a lo que muchos/as llaman milagro yo prefiero llamarlo magia. Y que encima es mucho más barata y saludable para mi neurosis que la religión.
Prueben. La calle está llena de letras o sin tildes esperando. Lo único que hay que hacer es ir con los ojos abiertos y mirando con un poco de atención. De otra manera, es imposible encontrarle fallas a la Matrix.