Por lo general, en las reuniones con mis amigos de “la peña”, que según los criterios ya esgrimidos en este mismo espacio de peña no tiene nada, surgen polémicas en torno a pavadas tales como la pontificación de la milanesa. La última vez que nos juntamos comimos asado y la discusión, casualmente, se dio en torno al ritual del asado y la glorificación del asador o de la asadora.
Lea bien antes de acusarme de oligarca que está en contra de las comidas populares. No es al asado como plato sino “al ritual del asador” a quien apunto. Considero que el asado debería ser un derecho y no un privilegio cada vez más reservado a unos/as pocos/as. Siempre que pueda elegir asado, voy a elegir asado. Y con achuras. Chorizo, morcilla, tripa rellena, riñón y mollejas. Vacío o marucha y costilla. Y adelante un solo punta: matambrito de cerdo. ¿Con qué lo acompañamos? Con pan. Punto. Siempre voy a estar del lado asado de la vida. De todas maneras, y luego de haber hecho semejante defensa de mis intenciones, bien podría acusarme de que escribir una columna sobre la sobrevaloración del asado en plena macrisis es patear al que está tirado en el piso, o bien un guiño a Cambiemos ya que le estoy militando el ajuste. Como sea, es factible que de esa crítica no me pueda salvar.
Sinceramente, yo nunca hice un asado. O al menos no como la tradición patriótica y criolla manda. Durante mucho tiempo me avergoncé de ello. Me hicieron notar que yo no pertenecía porque no entono “el canto macho nativo de mi nación”. Por suerte, claro. En parte, madurar es que te importen tres pitos esas estupideces. Y, sobre todo, que al asado lo haga otro. Así que confieso en paz que no me interesa aprender a hacerlo. El día que me den ganas de ir a un camping a hacer vida silvestre, llevaré nafta, papel, leña y un cacho de carne y listo. Convengamos que tampoco implica aprender una ciencia formal o un arte milenario cocinar vuelta y vuelta un pedazo de vaca. Pero no sé por qué estamos discutiendo esto si nunca me van a dar ganas de hacer vida silvestre. Jamás voy a querer hacer una vida sin wifi por más de dos horas.
Pero además, ¿por qué voy a querer trabajar para otros gratis? ¿Por qué voy a preferir estar a escasos centímetros de brasas, padeciendo calor y absorbiendo todo el humo de la parrilla y prestándole atención a la carne porque tengo la responsabilidad de no arruinarle la cena al resto, pudiendo estar sentado alejado de todo eso, charlando relajado con mis amigos/as y tomando una cerveza mientras disfruto de una picada de quesos y salames? ¿Por qué voy a preferir quedarme afuera de la hermosa publicidad de aperitivo o fiambres que acabo de describir? Hay quienes dicen que por el reconocimiento, la adulación. La gratitud. Los 15 segundos de fama, bah. Vivimos una época narcisista y, en cierto modo, todos/as andamos buscando la selfie para Instagram así que puede ser. ¿Pero la foto tiene que ser necesariamente sufriendo? Una cosa es ser vanidoso y otra que te guste el sacrificio.
¿Por el aplauso? Un buen amigo te dona sangre, no te hace laburar gratis. El asador o la asadora se ensucian, transpiran, como les da sed se emborrachan antes que el resto y encima están solo o sola. Cuando ya está el asado, lo lleva, lo sirve, a veces indica qué corte parece más rico y después, con suerte, se sienta y come lo que quedó. Y sin importar si el asado está bueno o no, el ritual se cierra con un aplauso. La paga es un aplauso e, insisto, comer la carne con más grasa. Aunque el mito asegura que el asador/a picotea de la parrilla los mejores pedazos. Pero es incomprobable, por eso lo llaman mito.
Además de ser un ritual de la amistad y un acto de amor, el asado emula la fábula religiosa de Cristo. Y diría que esto último más que lo primero. Representa la canonización del sufriente, del mártir, de aquel altruista que se ofrendó para el goce del resto. Que se postergó y sacrificó en beneficio de su pueblo. Y que al final encuentra redención: el aplauso de los inmundos e inmundas que no le dejaron ni el hilo del chorizo para morfar.
¿Vale la pena el sacrificio? ¿Lo vale, aun teniendo en cuenta que al próximo asado que asistan, sin reparar en quién es el asador o la asadora, repetirán el aplauso, el mismo aplauso que alguna vez me dispensaron a mí? Yo sé que muchos y muchas dirán que sí. Quizás tengan razón. A mí favor diré que la esclavitud es inconsciente o no sería esclavitud. Y también diré que más allá de mi crítica yo no soy el enemigo. Las verduras ya han empezado a invadir las parrillas. Y les llaman “verduras asadas”. De ahí a que se junten cinco veganos/as y digan “Che, ¿comemos un asado?” hay cuatro cuadras de distancia. No nos pelemos por pavadas. Ya lo sabemos: primero la patria, después el movimiento y, por último, el costillar.