No recuerdo una elección que se haya definido tan rápido. Antes de las 22, Antonio Bonfatti ya insinuaba la derrota. En verdad, confirmaba lo que ya todos/as nos dábamos cuenta: Omar Perotti era el nuevo gobernador de Santa Fe. El socialismo no aguantó ni hasta el horario de protección al menor.
¿Lo de Perotti es una sorpresa? Y, no sé. Que no deje de sorprender es otra cosa. Pero también era posible y esperable. Hace cuatro años, con una campaña escueta de un par de meses, salió tercero en un casi en empate técnico con Lifschitz y Del Sel. Y a Bonfatti tampoco le había sobrado demasiado en 2011 para ganarle al Midachi. Tal vez sea sorpresa para quien no lee en perspectiva los resultados o prefiere vanagloriarse en la victoria y pensar que lo de Del Sel era un chiste del momento. Pero Perotti no es Del Sel y el peronismo santafesino no es un movimiento de chetos universitarios. Quedó demostrado.
¿Y Cambiemos? ¿Y la moto? ¿Y Candela? Andá a saber. Amalia Granata salió tercera en su categoría y el ingreso de los antiderechos organizados en un partido político a la Legislatura es mucho más noticiable y relevante que el fracaso rotundo de la alianza PRO-Franja Morada. Y muy preocupante por cierto: hay una derecha ultraconservadora y religiosa que tiene representación explícita en el poder legislativo. Y que ya no necesita camuflarse. Tiene votos propios.
Y hablando de votos, qué cosa tan extraña que es. Complejo y por momentos inabordable e inentendible. Que se vota con el bolsillo, que se vota con el corazón, con la tradición, que se vota mal y se vota bien. Que el voto es clasista y que no siempre lo es. Y también, un poco, que se vota con la cabeza. Se vota con todo eso, ¿o acaso los/as votantes no somos todo eso y mucho más? ¿Y entonces por qué el voto va a ser algo diferente? No pensarlo así es reducirlo a un mero proceso causa-efecto, descontextualizado y despojado de humanidad. Y también de esa parte de humanidad que a veces no nos gusta. Este reduccionismo conlleva fanatismo. El fanatismo conlleva violencia y exclusión: el otro es un gil que no sabe votar. Siempre que vota como yo no quiero, vota mal. Ellos o nosotros. La grieta. Ese razonamiento es mucho más irracional que el voto que no acepto como legítimo porque opto por negarlo en vez de deconstruirlo. Mientras tanto, en el medio está el gran Otro: el capital y su democracia de sastrería.
Y el voto no solo es político. Además es religioso, científico, banal, mediático, económico, partidario, filosófico, ideológico, etc. Claro que al momento del voto, todo eso se vuelve político. Pero no deja de ser el efecto de una articulación de dimensiones que de por sí no lo son, pero que me llevan a decidir una cosa u otra. Y es contradictorio, por supuesto lo es. Igual que nosotros/as y que la política.
Y es racional también pero en la misma medida que es todo lo demás. Y que no lo sea no significa que no sea legítimo. Creo que es momento de empezar a comprender que el único voto ilegítimo es el impugnado o anulado. Y que cada cual tiene derecho a votar como se le cante. De hecho, así sucede. Nadie vota lo que no quiere. Y todos/as podemos hacer lo que queremos con la mayor impunidad posible porque, en definitiva, nunca nadie va a saber qué es lo que efectivamente voto. Todos y todas buscamos la comodidad, aunque ello implique incomodarse. Será que resulta cómodo estar incómodo. Esto no quiere decir que el voto entonces conforta en un 100% a quien lo emite. Significa que, en todo caso, hacer otra cosa lo iba a dejar más insatisfecho.
Y a veces el voto duele también. Aunque no sé si debiera. El ajeno y el propio. En esto de no ser un objeto compacto, indisoluble y reconocible con una única identidad, el voto está construido de fragmentos o retazos que se van imponiendo de acuerdo a las circunstancias y pasiones. A ideas y momentos. Ese vaivén que somos todos/as, duele. El día anterior a las elecciones, una conocida contaba que ella había militado y trabajado en la campaña de María Eugenia Bielsa y que había decidido votar a Perotti porque perdieron la interna y listo: así es el juego. Y entonces, al rato, como al pasar y mirando a nadie dice: “El otro día me dijeron que soy más peronista que feminista. Eso me dolió”. Se le notaba el dolor. ¿Será así? ¿Será más peronista que feminista? ¿O será que a veces se es más peronista que feminista, y viceversa? ¿O que se es todo a la vez, con supremacía de uno sobre otro de acuerdo al momento? ¿Por qué un voto tiene que doler? ¿Por qué hay que dar cuenta públicamente de nuestro voto? ¿Por qué creemos que tenemos derecho sobre el voto del otro y lo podemos juzgar hasta provocar angustia?
De esto al voto calificado hay muy poco. ¿Y sabemos quién lo va a calificar? ¿Y quién nos garantiza que nuestro voto califica? Celebremos que aún hoy tenemos el voto garantizado y por eso nos damos el lujo de descalificarlo, como si fuéramos los genios del voto.