Cuando fui a la cárcel, ya había tres presas políticas. Se acercaron a mi celda, yo estaba llorando, con mucha delicadeza golpearon la puerta, y se presentaron, me consolaron, me hicieron algunas recomendaciones –no tenés que pensar en salir en libertad– y tomamos mates. Era junio del 75 y faltaban siete meses para el golpe.
De las tres, una estaba embarazada y otra tenía una nena. Los menores de dos años podían convivir con sus mamás. La Negra fue la primera, que no la única, en tener a su bebé en prisión. Era una hermosa que se llamó Valentina.
Habíamos decidido que las mamás tenían que participar de las actividades conjuntas como todas. A la mañana trabajábamos después de la gimnasia. Claro que esto ocurría antes del golpe. Tejíamos, hacíamos cerámica, manualidades, etc., que, a veces, vendíamos para afuera. Bah, fue sólo una vez que vinieron de un boliche a pedirnos ceniceros. Por supuesto que a defender los precios iba yo, porque había que pelearlo. A la tarde estudiábamos, pues teníamos una gran biblioteca en la galería, y discutíamos o cada agrupación hacía sus reuniones.
Entonces nos repartíamos las tareas de alimentar y cuidar a les hijes. Por turnos. Y también nos turnábamos para lavar los pañales, la ropita. Inclusive ocurría que, viviendo en una celda con la Negra, ella se dormía temprano y yo me quedaba leyendo. Entonces, cuando la Valen se despertaba por una mamadera, se la daba yo, porque la Negrita solía enfadarse un poco y le decía: “Basta ya, nena reaccionaria y pro imperialista”. Después le enseñamos que la pequeña reproducción que iba conmigo a todos lados, un autorretrato de Van Gogh, era “el abuelo Van Gogh”. Y le preguntábamos: “Valen, ¿dónde está el abuelo Van Gogh?”. Y ella estiraba el bracito medio de coté y lo señalaba y eso a nosotras nos daba alegría.
Había un Kunfi, sobrenombre que se debía a que tenía los ojos almendrados, dos celdas más allá. Y un día la madre va y le pregunta con qué tía quería quedarse y él dice: “Con la tía Lalalá”. Esa era yo, que quería aprender a tocar la guitarra y el gurí pasaba por mi celda y me veía tocando un par de acordes, que repetía a cada rato (nunca salió nada musical de mí), y el tipo me identificaba por ser testaruda con la guitarra.
En setiembre del 76 trasladaron a casi todas las compañeras a la cárcel de Devoto y nos enteramos porque unos días antes avisaron que las mamás debían entregar los 15 pibes a sus familias.
Al momento del golpe, nos encerraron durante varios días, y sufríamos mucho por les niñes. No duró mucho el encierro, pero era nuestro punto débil pensar que esos desgraciados podían lastimarlos. Porque el día del golpe entraron a los tiros a la cárcel, justo a las doce de la noche, y como a las cinco vinieron un montón de milicos que se alinearon en la pared de enfrente apuntándonos con no sé qué. Nosotras estábamos paraditas frente a las celdas. Florencia estaba al lado, y mientras un tipo se paseaba por la galería gritándonos como demonio, la Flor le cantaba a Ana cositas en el oído para que no tuviera miedo, y sonreía.