Baltazar era todo negro y el pelo le brillaba. No fue fácil que me dejaran tener un perro, me lo trajo Germán de Colastiné. Tenía la panza redonda de parásitos, la primera noche rompió la bolsa de basura.
Alguien dijo que había una prueba para saber si un cachorro iba a ser un perro malo o sumiso, consistía en agarrarle la boca con las manos como un bozal y luego soltarlo, si se alejaba llorando iba a ser bueno, sino... Baltazar me masticó todos los dedos como cinco veces en un abrir y cerrar de ojos.
Baltazar creció y mordía a todo el mundo, lo tenía que pasear con correa y era una constante lucha. Salir de casa sin que se escapara requería un esfuerzo notable, ir a buscarlo cada vez que alguien no lo lograba era una tarea cotidiana y atroz. Una vez mi abuela fue a comprar algo al almacén de don Luca, a la vuelta de casa. Cuando volvió, Esteban –que tenía dos o tres años y se había despertado en ese interín– estaba debajo de la mesa abrazado al perro: “creí que te habías muerto”, le dijo cuando la vio llegar. Otra mañana mi abuela se agachó a ponerle las zapatillas y Baltazar le mordió la pierna y le hizo un desastre, Horacio me contó que había un albañil en la casa de al lado y desde el tapial gritaba: “¿No quiere que se lo mate, doña? Se lo mato, se lo mato!”.
No lo mataron pero se lo llevaron lejos, no sé dónde y tampoco pregunté, me conformó la vaga idea de “el campo”. No volví a tener perros hasta después de los treinta años.
Sánchez era mansa, ni siquiera ladraba, la encontramos en el 16 una noche que volvíamos a casa con mi mamá. Se bajó con nosotros, se quedó en la puerta y desde ese día nos siguió a todos lados, cabal y literalmente. Laura le daba de comer, y otros vecinos también. Creo, incluso, que alguien le había hecho una cucha. Sánchez vivía afuera y solo entraba a casa cuando alguien de nosotros tenía que tomar el colectivo porque ya nos daba vergüenza subir con la perra y llegar con ella a donde fuéramos.
Al principio alguno asumía la tarea de impedirle el paso mientras subía el resto, luego la ahuyentaba y subía rápido, el colectivero entendía, cerraba la puerta y arrancaba, pero Sánchez corría el colectivo y a las dos o tres cuadras ya estaba arriba moviendo la cola, la gente se reía. Una vez que la encerramos en casa para tomar el cole, nos encontró en el centro (no tengo explicación, pero sí testigos). Esa u otra vez la perdimos a propósito, cuando volvimos estaba en la puerta, esperándonos. Así contado quizás suene simpático, pero fue más bien desesperante. Finalmente uno de los vecinos la adoptó y al poco tiempo se mudó. Nunca supimos si era algo con nosotros o si a él también lo persiguió hasta el último día.