Una opinión sobre los estereotipos de la serie “El Tigre Verón”.
El Tigre Verón grita. Grita una y otra vez, de manera exacerbada y prepotente. Ni por un instante deja de dar órdenes a sus allegados, ya sean hijos, colaboradores o subalternos. El Tigre Verón también llora junto a la cama donde yace su madre pocos instantes antes de morir. El Tigre Verón busca culpables ante esa muerte que podría haberse evitado porque para algo le pagó a un enfermero, para que la cuide y ella igual se fue.
El Tigre Verón despeja todos los obstáculos que se le presentan, como desafíos de oscuros y malditos enemigos, a fuerza de amenazas, pago de sobornos, extorsiones y llamados a contactos poco santos. El Tigre Verón es el líder de un clan formado por una exesposa (que no asume el final de su relación matrimonial) y madre de sus dos hijos y una hija, con una actual pareja (joven empresaria), vetustos rencores con un hermano encarcelado y personas de su confianza, obsecuentes a los que puede exigir con rigor y también proteger.
El Tigre Verón fue boxeador y alienta a que jóvenes también lo sean. El Tigre Verón es el secretario General de la Unión de Trabajadores de la Carne (UTCA). El Tigre Verón se enfrenta a dos oponentes decididos: una fiscal que solo pretende develar su tejido ilícito en proclama de la Justicia y el dueño de un frigorífico que para expandir su negocio necesita despedir empleados y no muestra dudas. El Tigre Verón es el nombre de la última producción de la factoría Pol-ka, en vínculo con TNT y Cablevisión. No son pocas las lecturas que ofrece y ninguna escapa a la reproducción de estereotipos y al cúmulo de lugares comunes.
Encarnado por Julio Chávez, Miguel Verón ocupó la pantalla chica de manera concordante con el categórico mensaje que el presidente Mauricio Macri lanzó contra un sector del sindicalismo a instancias de explícitas alusiones a las mafias y, como si fuese poco, con el inicio de la campaña electoral que finalizará con un nuevo mandatario el 10 de diciembre que se aproxima.
A todas luces, la composición narrativa, la construcción del personaje protagónico y el relato en su conjunto abona esa alianza mítica (y no necesariamente verídica) que rodea la figura del gremialista y al tenebroso manejo de su poder.
En términos de género y del entramado dramático que le corresponde, la historia podría ganar mayor atracción si se circunscribiera al policial, al thriller o, incluso, al formato propio de las series y películas centradas en cabecillas de familias mafiosas. De esa forma, el melodrama se encuadraría en un formato repetido, es cierto, pero también clásico y efectivo: el mafioso está fuera de la ley, es su propia ley, se debe a sus lealtades y jamás permitirá que un integrante de su familia corra peligro. La mafia tiene códigos y límites. Aquí, cabe decir que todos quedan exhibidos en la mesa donde se comparte un asado.
Sin embargo, este modelo de sindicalista que pretende desandar el terreno del poder en sus altas cumbres (luego de El Puntero, 2011, y El lobista, 2018) sigue con la cámara el rostro y cada gesticulación de un hombre que transita cada escena con esa carga emocional tan enorme como virulenta.
La criatura a la que Chávez le da vida solo halla matices en momentos de cuidado a sus afectos, como son el caso de su hija, Justina Eva, encarcelada (Sofía Gala) y su intento de acercamiento al hijo gay que lo rechaza (Esteban Masturini). En ambos casos, se busca construir un lazo sentimental sobre algunas marcas actorales sumamente reiteradas en los registros de Chávez, lo que no le quita mérito aunque dispone de dotes para sorprender. Y así como hay dos hijos más débiles, hay otro más fuerte (o no) y visceral (Marco Antonio Caponi), el encargado de las tareas sucias, el cocainómano, el capo de un taller de costura clandestino y al que cuando se le va la mano, el padre sale a poner la cara para luego espetarle todo tipo de reproches y duras advertencias. Porque si de algo no puede prescindir el gremialista despótico y bravucón es de un hijo que replique el mandato de referencia patotera y machista.
Mientras la producción no escatima en recursos técnicos (desde la acertada fotografía hasta los planos aéreos que predominan por estas épocas en series y filmes a modo de enlace pero también como campo visual de una ciudad nocturna o una villa), el relato también se nutre de un buen elenco en el que sobresalen Alejandra Flechner, Andrea Pietra, Manuel Callau y Muriel Santa Ana.
Así y todo, el argumento se vuelve regular rozando la inverosimilitud dramática ya que los personajes secundarios tampoco esquivan formatos estereotipados a instancias de centrar la trama en los vínculos y conflictos cercanos que perturban al protagonista. En definitiva, el espectador se encuentra frente a una fórmula que no corre riesgos, cuyo único sentido narrativo es hacer alarde de todos los vicios y malos hábitos del sindicalista representado.