Ayer, entre la gente que se movía por Retiro, la terminal de ómnibus más grande y horripilante de este país, vi a un hombre quieto con la cara destruida. Estaba parado contra una pared, y su rostro era una masa que se volcaba hacia un costado, como una vela derretida. Tenía una nariz de pájaro, y unos ojos oscuros que estaban demasiado vivos. Esa cara me persiguió durante todo el día, no por su fealdad, sino por su misterio.
Nada es más enigmático y transparente que una cara, esa disposición de elementos geométricos sobre la parte frontal del cráneo de un humano. En un tablero de corcho que está sobre el escritorio en el que trabajo, hay una copia de un pequeño autorretrato que Courbet. Dicen que Courbert, que se pintó a sí mismo en el centro del mundo en El taller del pintor, era increíblemente ególatra. En este autorretrato famoso es un hombre joven que mira de frente al espectador con desesperación –la pintura se titula, precisamente, El desesperado–, y, tal vez, con miedo, mientras se agarra el pelo con las manos (la disposición de las manos y las manos en sí mismas, son perfectas). Es una de las expresiones más elocuentes que vi. Si lo tengo frente a mi vista es porque suelo sentirme igual. Los rostros de las pinturas me obsesionan. Por eso, en el mismo tablero hay una postal que reproduce un detalle de La dama del armiño, pintado por Da Vinci hacia 1490. La cara de esa mujer, de medio perfil, la ambigüedad de esa mirada –que es, para mí el secreto de todo buen retrato– nunca van a cansarme.
Pero también me interesan las caras de los vivos, que miro todo el tiempo. En la calle, en los colectivos, en las tiendas, me freno en los rostros, los inspecciono. A veces vuelvo a mi casa un poco asqueado por haber visto tantos. No sólo los ojos, que son el centro potente de cualquier rostro –encontrarse con los ojos de alguien es, para mí, una de las experiencias más inexplicables–, sino la forma de las bocas, las narices, las cejas, los pómulos, la frente. Caras de las señoras que se suben cansadas a los colectivos, caras de los trabajadores, caras maquilladas de las mujeres bien vestidas que salen de las peluquerías, caras de adolescentes rebeldes que no saben que siguen siendo niños, caras de chicas lindas que se saben lindas, caras de chicos hermosos que lo saben, caras de nenes que no entienden el mundo. Algunas caras de desconocidos desaparecen inmediatamente, pero otras duran en la memoria, incluso durante algún tiempo. La cara de una de las empleadas que atiende en la panadería de mi barrio es insoportable, cada vez que entro a ese negocio me siento intimidado y le hablo a esa mujer sin mirarla a los ojos, como un idiota. ¿Cómo puede una cara ser insoportable? No tiene que ver con su belleza o su fealdad, tiene que ver con su capacidad de expresión.
Es raro, pero las caras de algunas personas que son o fueron importantes para nosotros, se borran. Es la primera señal, o tal vez la última, de que alguien ha dejado de existir.