Es chico: un óleo sobre cartón de 45 por 35 centímetros. Roberto Aizenberg lo pintó en 1962. Una empleada del Museo Nacional de Bellas Artes, Silvia Ambrosini, se lo compró al artista ese mismo año y lo donó al museo. La obra ingresó con el número de legajo 7062. Yo descubrí el cuadro más de cincuenta años después, en una de las salas de otro museo al que la obra llegó como préstamo para formar parte de una exposición. Nunca había visto esa pintura de Aizenberg en mis visitas anteriores al Museo de Bellas Artes, pero ya sabemos que en un museo son más las cosas que no vemos que las que podemos ver.
Esta vez sí lo vi. Era un sábado al mediodía. La sala estaba en penumbras. Alrededor había turistas extranjeros. Dos empleadas caminaban en círculos y charlaban en voz baja sobre sus vidas. Primero miré rápido el Aizenberg, y después me quedé quieto. No decidí quedarme quieto, una especie de magnetismo me obligó a quedarme quieto. ¿Qué tiene de especial Padre e hijo contemplando la sombra de un día? Como escribe Victoria Verlichak, es “un curioso paisaje que parece dejar al descubierto las capas geológicas de las entrañas de la tierra y que muestra un estremecedor cielo de distintos tonos”. Es cierto. Pero es un paisaje que abruma. Es demasiado material, se puede tocar la tierra, pero al mismo tiempo es un paisaje inverosímil, con esas líneas rectas y esa estratificación rígida de capas marrones que rematan en el dorado de la superficie. Todo está calculado: el cielo ocupa la mitad superior del cuadro, la tierra la mitad inferior. Y en la mitad exacta de ese conjunto, un destello: dos figuras. Un padre y un niño de espaldas, agarrados de la mano. Son figuras elementales, casi siluetas. En el transcurso de esos años, Aizenberg pintó algunos cuadros en los que hay un padre y un niño siempre de espaldas y de la mano, frente a diferentes paisajes: La pureza de un sueño (1956), Una visita al jardín de aclimatación (1962) o Torre con padre y niño (1963).
Un conocido director de teatro dijo una vez que Padre e hijo… es la obra que salvaría de un incendio, y que el cuadro le causó “una mezcla de admiración y de miedo”. Es cierto: hay una relación misteriosa entre la intemperie del paisaje y la ternura del vínculo entre el padre y el hijo. Hay, además, una ambigüedad en lo que contemplan: ¿una catástrofe, un espectáculo?
Hace unos días viajé a Córdoba. Quería encontrar un libro de Aizenberg y lo encontré. Era caro pero lo compré sin dudarlo. Lo abrí en la cola de un Burger King, hambriento. Vi los dibujos, los collages, las torres concretas que se levantan en el medio de paisajes improbables. Hasta que en la página 144 aparecieron el padre y el hijo contemplando la sombra de un día. Los vi bajo el blanco implacable de los reflectores de ese local de hamburguesas y me quedé pegado otra vez. Cuando hice los cientos de kilómetros de vuelta a casa pensé más de una vez en ese libro dentro de mi mochila, y me sentí salvado de algo, aunque no sé bien de qué.