Allá por 1996 Osvaldo Soriano publicaba la última selección de artículos, cuentos y semblanzas, que se llamó Piratas, fantasmas y dinosaurios. En 1997, el año de su muerte, El Gráfico divulgaba en sus páginas tres fragmentos del último libro del “Gordo”.
En su capítulo “Dinosaurios” el escritor ofrece un retrato sin concesiones de Carlos Monzón. Cuando la palabra femicida no estaba en boca de nadie, el escritor patagónico describe en esa obra a un personaje que hasta el día de hoy mantiene un monumento en plena costanera santafesina.
“Monzón siempre estaba tenso, esperando que apareciera alguien a quien derribar, hombre o mujer”. Así de directo, como las piñas que tiraba el boxeador santafesino, repasamos las palabras del eterno Soriano:
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A Monzón lo comparan con Gatica, con Bonavena, con otros boxeadores que murieron antes de tiempo, entre la miseria y el hampa. Pero él, en el ring, fue más que todos ellos. Parecía el Golem de la leyenda medieval: un muñeco a medio terminar que perseguía a su víctima hasta el agotamiento y la demolición. Se plantaba en el centro del ring, miraba como una fiera y el otro, pobre, ya no podía salir corriendo.
Fue Monzón y no el Firpo de los años Veinte el verdadero Toro Salvaje de las Pampas. Firpo era humano y al final dejó una gran desilusión en los tiempos de la radio a galena. El Mono Gatica ganaba y perdía en época de Perón, intuía de qué lado estaba el poder y, tarde o temprano, lo desafiaba. Pero Gatica y Bonavena tenían humor: eran tipos extraviados en la niebla del cabaret que perdían plata todos los días y se burlaban de la fama y de la gloria. Monzón nació en una villa miseria, se abrió paso en silencio y nunca se le ocurrió pensar en los demás. Enseguida se compró una estancia, empezó a romperles la cara a las mujeres, una más linda que otra, y al fin mató a Alicia Muñiz. Los periódicos hicieron del asesinato un dato menor, una anécdota más en la vida del campeón.
No era buen tipo, no era simpático y ni siquiera sabía reírse de sí mismo. Fue uno de los más grandes boxeadores de todos los tiempos, quizás unos pasos más atrás del gran Nicolino Locche. Era otro estilo. Locche reía y bailaba, era un gato doméstico que sólo se despierta para comer y jugar con ovillos de lana. Monzón era otra cosa, mezcla de dóberman y primatus: tenía una inteligencia de cuatro por cuatro suficiente para calcular todo lo que podía pasar en un ring. Era como una cortadora de fiambre, una picadora de carne, un rallador de queso, una licuadora, algo así.
Me acuerdo que una tarde del 72 fui a entrevistarlo al Luna Park, con Jorge Di Paola, el autor de La virginidad es un tigre de papel: apenas le podíamos sacar una palabra. Al contrario de Locche, que pedía caramelos y aconsejaba no cansarse tirando golpes al azar, Monzón siempre estaba tenso, esperando que apareciera alguien a quien derribar, hombre o mujer. Di Paola, que mide un metro sesenta, cometió el error de discutirle no sé qué tontería y ahí nomás Monzón le dio un empujón, como si estuvieran en el recreo de la escuela. Era patética su imposibilidad de aceptar al otro: Di Paola se sacó el saco y se puso en guardia para pelearlo, gesto que lo convirtió durante años en el escritor más temible del país, y Monzón se le echó encima. Por fortuna estaban sus asistentes y había otros boxeadores que se interpusieron. Lo que nunca olvidamos Di Paola y yo eran sus ojos. Rayos y centellas. Fuego de volcanes. Bronca de chico con hambre.
Una sola vez pareció conmovedor: en la película de Leonardo Favio, con Gian Franco Pagliaro, Soñar, soñar. Ahí Favio lo hizo hacer de provinciano cobarde, sensible y soñador que, por estúpido, iba a parar a la cárcel. Antes había protagonizado La Mary, de Tinayre, y en ese rodaje se enamoró de Susana Giménez, el mayor sex symbol de los años 70, cuando había en las calles y en los medios más balazos que culos. A Monzón le interesaban unos y otros. Buen cazador en los campos de Santa Fe, gran cazador en los Campos de Marte, fue en París donde se hizo fama de machote incansable, de Casanova y saltimbanqui.
Julio Cortázar, que adoraba el boxeo, lo metió en la literatura con “La noche de Mantequilla”, un cuento inspirado en aquella jornada de febrero de 1974 en la que venció a José Nápoles en una carpa de París.
Llegó a ser, con Fangio, el argentino más famoso en el mundo. Igual que con Maradona, los diarios del extranjero pedían notas con escándalos, mujeres golpeadas y doncellas vencidas a sus pies. Nadie dejó de admirar su talento, esa suerte de seducción perversa que practicaba con el adversario antes y después de demolerlo.
Nino Benvenuti, como algunas mujeres que lo sobrevivieron, sólo tenía elogios para él. Tyson siguió su estilo de boxeo y su camino en la vida. Sólo que el norteamericano se coloca el cinturón de seguridad y allá las banquinas de los caminos no parecen cortadas a cuchillo.
Carlos Monzón está muerto. Un poco más muerto que antes. Y por más ídolo que haya sido, por mejor despedida que le hayan dado los santafesinos, aunque lo lloren el boxeo y las revistas del corazón, no lo acompañan en el largo viaje la simpatía de los dioses ni el calor de las estrellas.
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Alicia Muñiz fue asesinada el 14 de febrero de 1988. Carlos Monzón la golpeó, la estranguló y la arrojó del balcón de la calle Pedro Zanni 1567, en el barrio La Florida, ciudad de Mar del Plata.
Cuando esta nota se acaba de cerrar, el calendario indica que es 18 de agosto de 2019: este mismo día Alicia Muñiz tendría que celebrar su cumpleaños 64.