Pocas veces en la vida vi la misma película dos veces seguidas; Mulholland Drive, de David Lynch; Psicosis, de Hitchcock; y Mahler, de Ken Russell. Cuando terminé de ver la última de Tarantino, Había una vez… también necesité volverla a ver inmediatamente.
Había una vez
Anoto, al azar: la amistad entre los personajes principales, que te reenvía a la pareja Paul Newman/Robert Redford, entrañable sin ser empalagosa; la conversación de DiCaprio con la niña, deliciosa, muy “Para Esmé con amor y sordidez”; la escena donde DiCaprio se imagina en el papel de Steve McQueen en una escena de El gran escape; la imagen de Sharon Tate viendo su película con los pies descalzos cruzados en el asiento de adelante del cine; la pelea entre Bruce Lee y Brad Pitt, que prefigura la capacidad de violencia de Cliff; la reescritura del final que te hace salir lagrimeando. Es como el final de Bastardos sin gloria.
(Siempre pensé que las películas tenían que tener, en lo posible, finales felices. Hacer cine debe ser como que te regalan un universo y te dicen: será todo como vos quieras. Vos lo moldeás, lo organizás, le ponés lo que quieras, ¿y vos vas a desperdiciar la oportunidad de que en la creación de tu propio mundo las cosas terminen bien? ¿Vas a poner un final agobiante y desesperanzador cuando podés decir lo que se te canta?).
Absorta en mi propio devenir
Y finalmente, mi viaje a mi propio 1969. Lo dulce, en la perspectiva que te da el tiempo, es que justo tenía 20 años. Y si bien Aden Arabia dice “Tenía veinte años. No dejaré que nadie diga que es la edad más bella de la vida”, realmente lo casi único hermoso era la juventud. Hoy puedo saber que era precioso ser tan joven, pero, en ese momento, no era nada feliz. Fue en ese año que fui a verla a mi vieja, después de no aparecer por casa durante un largo fin de semana, me senté en el sofá con las rodillas juntas y le dije, muy seriamente: No puedo vivir acá; quiero tener 40 años y haber conquistado mi propia locura. A este paso, le dije, sólo estoy teniendo la tuya, y no es justo. Y me fui. Y salí de ahí a buscar mi libertad que, sin duda, encontré, pero fue muy difícil. Lloré todos los días durante un año porque, mucha literatura y mucha rebelión, pero era chica y necesitaba a mis viejos. No a los míos, exactamente, sino a los que yo quería tener. Y como no los tenía, sufrí mucho hasta que, más o menos, cumplí con mi destino de lectora impenitente de libros: uno es capaz de casi cualquier cosa por intentar ser uno mismo, aunque no sepa nada, y va por la vida creyendo que conquista su libertad y en realidad va cayendo en la intemperie más penosa del mundo; y también va a ser libre, por esas cosas de que uno cree y no sabe y lo que sabe no está seguro de saberlo realmente y así, sólo por ser muy, demasiado, joven. Lo suficientemente joven como para creer que mi vida iba a ser una novela genial; lo suficientemente adulta como para comprobar que había leído demasiado.
El fluir del mundo
Pero lo verdaderamente dulce era el final de los dorados sesenta. Como el final de la novena de Beethoven, la década se cerraba con todos los instrumentos sonando en su potencia máxima, con un esplendor que, no por formar parte de un contexto histórico, dejaba de pertenecernos personalmente. La aparición de Abbey Road, la llegada del hombre a la luna, miles de jóvenes en Woodstock, 2001 Odisea del espacio, el primer disco de Almendra. Mi vida se podía resumir en pocas palabras: literatura, cine, militancia, amor y Beatles, el lado B de los 20.
Pero, fundamentalmente, había procesos de luchas por todos lados; los habíamos tenido el año anterior, cuando había ocurrido, en México, la masacre de Tlatelolco en la Plaza de las Tres Culturas, que fue un proceso complejo y de feroz represión; en el Mayo Francés (yo me decía, a mí misma, muchas veces “la imaginación al poder”, como un rezo cotidiano). Ahora, había estudiantes universitarios de USA resistiendo la guerra de Vietnam y sufriendo represión mientras el mundo se enteraba de la masacre de My Lai, que daba razón a los estudiantes. En España, Franco dictaba la ley marcial en Madrid, cerraba la universidad y arrestaba a más de 300 estudiantes. Por otra parte, en el 69 ocurrieron los llamados Disturbios de Stonewall, donde, en el bar gay de ese nombre, en Nueva York, un grupo de homosexuales y transexuales se resistieron a ser detenidos en una redada de la policía. En este día se celebrará en todo el mundo el Día del Orgullo Gay. El mundo entero era un inmenso experimento donde la juventud luchaba por aportar más dignidad, más libertad, más igualdad para todos.
Entre nosotros, el Cordobazo, durante el 29 y el 30 de mayo, iba a resultar una inflexión histórica, que marcaba claramente, no tan sólo el final de la dictadura de ese período, sino que también trazaba las líneas de las posibilidades efectivas de los procesos revolucionarios: durante varias horas la ciudad de Córdoba fue territorio liberado en manos de trabajadores y estudiantes.
Y éste era el contexto de los dos lados de mi independencia: pronto, muy pronto, tener 20 años iba a dejar de ser una aventura irresponsable para ser un proyecto de vida casi glorioso, porque todos éramos protagonistas. Como en una película de Tarantino, todo lo bueno era posible.