Las cosas marchan casi todo el tiempo gracias a una cantidad de mecanismos sutiles que solo notamos cuando algo sale mal, dice uno de los narradores de La rutina de las máquinas. Tomamos un café con Diego Oddo, frente a la plaza San Martín. El libro está sobre la mesa.
La gente pasa para un lado y otro, como siempre. Es una mañana de sol pero hay un aire de extrañamiento en la atmósfera, como si una burbuja hubiera explotado y cayera en llovizna invisible, como si los pilotos automáticos se tildaran de a ratos y hubiera que reiniciar el sistema constantemente. Pienso en esos bots que la flashearon hace unos días y en el poder clarividente de su poética azarosa. Hasta esas vidas que desde lejos suelen verse lindas, hoy parecen andar como si cada paso fuera taladrado por un monólogo indetenible, dispuesto a rodear hasta el cansancio lo que se silencia. La fotocopia de los días, se nos muestra rasgada, ilegible. En la tele, la maquinaria financiera ocupa todos los canales, el dólar sube cada vez que miramos la pantalla. Nadie puede saber a ciencia cierta cuánto valen los cafés que estamos tomando.
Hablamos de los relatos y de lo que nos rodea, de los últimos días, de los últimos años, de los últimos libros, saltamos de una cosa a otra constantemente. Diego viene de atender en su consultorio, a donde va a volver cuando nos despidamos. Está tranquilo y su lucidez tranquiliza. Yo miro la tapa del libro que todavía no abrí y sigo pensando que cada vez que todo se desmorona o derrumba, hay un detalle, que en principio parece irrelevante y luego, entre las ruinas, se revela como significativo e imprescindible. El dólar sigue subiendo, pedimos más café
Pasan unos días, la llovizna se detiene o se asimila, abro en un cole La rutina de las máquinas y desde la primera página me pega como un viento fresco en la cara dormida, sonrío pensando ¡cómo así! como si nada, aparece, en medio de este quilombo, un libro de cuentos tan precisos, tan intensos y envolventes, tan llenos de vértigo y sentido, de impacto. A contramano de todo, la literatura santafesina parece latir cada vez más fuerte. Hay que tomar muy en serio a Diego Oddo.
Bajo del colectivo y me quedo parado en la esquina, leyendo.
Una mano que busca la nuestra en la oscuridad de una noche de verano, rompiendo la distancia y el miedo, Guadalupe Oeste, bienvenidos al tren. Una vereda caliente por la que va a pasar una petisa deseada, como una lluvia que realmente moje. El ruido de una Econo destartalada y temeraria, desde un auto rojo suena Vilma Palma, al palo. La música cambia en cada relato pero la máquina narrativa no se detiene, descarga su furia y su paciencia en parejas dosis. Perfume de lavandería, el lavarropas separando los días de la tela, las cámaras y los teléfonos saben más que nosotros. La rutina del perverso, la emoción del inocente. Los nuevos edificios, sus miles de ventanas, detrás de cada una hay una historia, detrás de cada párrafo, la nuestra. No somos máquinas, repetimos hasta el abismo y el sinsentido.
Diego, leí tu libro, muy zarpado, le escribo y me quedo corto.