Colón jugó dos partidos donde la memoria hizo su juego. Se activa, va y viene como esos carrileros modernos, y en esas idas y vueltas todavía se pueden encontrar sabaleros y sabaleras que pueden recordar la década del 40, cuando Colón ni siquiera habitaba el actual estadio del barrio Centenario.
Y en esos recuerdos aparece aquel 9 de julio de 1946, cuando quedó inaugurada la cancha actual con el enfrentamiento entre Colón y Boca, o ese diciembre de 1947, cuando Evita pisó el campo de juego y dio el puntapié inicial antes del cruce entre sabaleros y tatengues. Ese mismo día Eva Duarte donó 120.000 pesos para que la dirigencia rojinegra compre las torres de iluminación que fueron utilizadas hasta 2001.
Afloran los recuerdos de 1948, cuando Colón ingresó a la AFA y llegó aquel primer clásico profesional que quedó en manos de los rojinegros con un gol de Salomón Elías. El Negro estuvo muy cerca de ascender en sus primeros años de la B, pero siempre le faltaba un poco más. Pasaban los campeonatos y la popularidad crecía, las barriadas más populares se identificaban con ese rojo y negro que se hacía fuerte en el sur de la ciudad.
Pero en días así, sentimentalmente intensos, la memoria de los abuelos no se olvida del sufrimiento de jugar algunos años en la C, en los comienzos de la década del sesenta. Pero ese dolor sanó rápido cuando aparecieron las victorias ante la selección Argentina, Peñarol de Montevideo y el mismísimo Santos de Pelé, en mayo de 1964.
El mito del Cementerio de los Elefantes, el que sufrió Atletico Mineiro, nació hace más de 60 años, y en todo ese tiempo pasaron más tristezas que alegrías. El Negro, como apodo afectivo y color despectivo de una clase social castigada, se bancó muchísimas malas, desde los 14 años de la “B” hasta la derrota del 89.
Pero el ascenso del 65 y el 95 aparecen como íconos de felicidad, los estandartes uruguayos, los Medina del 65 y Chabay del 95, y las alegrías de ingresar a las copas internacionales, la Conmebol, la Libertadores, la Sudamericana, la seguidilla de clásicos victoriosos en la década del 90, Marini, el “Loco” Gonzalez, el “Pampa” Gambier, Saralegui, Leonardo Díaz, el “Negro” Ibarra, el “Coco” Ameli, Cristian Castillo, Migliónico y la lista de apellidos de los últimos 25 años que se asocian con recuerdos felices continúan.
Y la memoria sigue activa, recorre la cancha por la Platea Este, se confunde con un tablón de calle Rodriguez Peña, tararea la canción de los vinos Franja Amarilla y se pierde entre la vieja barra de Santa Rosa de Lima.
La memoria lo ve venir al cincuentón, el que disfrutó con el “Vasco” de aquel equipo del 75 y afianzó su amor en los amargos 80.
Sí, allá viene, todavía con olor a madera en sus recuerdos, con el chori en la mano y la ilusión en el alma. Allá está, subiendo las escaleras solo, pero con su viejo en el corazón. Ahí está, ya se acomodó, ya contempló. Ahí está el tipo, sentadito en la platea de la nueva joya del estadio, la que ya no deja ver al barrio FONAVI.
La memoria se retira, le da lugar a la primavera sabalera, tira a la cancha al “Pulga”, el último eslabón del potrero, deja todo en las manos de un arquero uruguayo y sueña con una estrella que ilumine al fútbol de Santa Fe.