Llegué a la terminal de ómnibus de Resistencia a la madrugada. Me bajé medio dormido del colectivo, salí al aire chaqueño expulsado por el tufo de la calefacción que anestesiaba a los cuerpos de los pasajeros, en las incubadoras de sus asientos. Caminé un poco desorientado por esa nave nodriza que es el edificio de la nueva terminal, con sus bloques concretos, sus vidrios, su gris sobrio y sus carteles amarillos. Una señora contrastaba con ese espacio moderno: dormía sentada en uno de los bancos, unas pantorrillas anchas y unos zapatitos negros salían de la manta que la cubría hasta el cuello. Afuera, unas casas bajas que no tenían nada que ver con esa terminal espacial me dieron la bienvenida. Un perro ladró. Crucé la ciudad en un taxi, por avenidas desiertas alumbradas por las luces públicas. Llegué a un hotel y me dormí en una cama extraña.
Dos días después estaba parado en la estación de la ciudad de Corrientes, con una mochila pesada y una valija. Era viernes y el lugar estaba lleno de gente desesperada por subirse a las moles de los colectivos para volver a sus casas o escapar de sus vidas de semana. La terminal es vieja y sobre las plataformas hay una construcción de cemento cuadriculada, que alguien imaginó, décadas atrás, como el futuro de la arquitectura. Hoy es anticuada y tiene una función que nadie previó: es una residencia de palomas. Nunca vi palomas tan curiosas: quietas y con la cabeza hacia abajo, contemplaban la obra de teatro de la humanidad. Los padres cargaban a sus hijos, los adolescentes escuchaban música, los hombres solos y las mujeres solas pensaban en sus asuntos privados sobre los bancos o de pie entre los extraños. En el tumulto, apareció un señor con un guardapolvo celeste, una pinza en la mano derecha y una bandeja repleta de pastelitos en la izquierda. Más allá, un hombre con bombacha de gaucho vendía sombreros a doscientos pesos, y para llamar la atención cantaba canciones de amor. Desapareció y volvió a los diez minutos con otro producto para vender: copas de vidrio. Una por treinta, dos por cincuenta. ¿Quién puede comprar copas de vidrio para llevar en un viaje? Me subí a un colectivo que venía desde Posadas con un rebaño de adolescentes uniformados, embajadores de algún liceo militar.
Llegué a la terminal de mi ciudad a las cinco de la mañana. Después de tantos paisajes desconocidos, ese edificio sucio y frío me pareció familiar. Estaba otra vez en casa. Alguien había acomodado a un nenito dormido sobre los asientos, envuelto en telas como si fuera un paquete. El niño dormido me pareció la réplica exacta de esa virgen que estaba unos metros más allá: encerrada en su vestido y su manto, rodeada de flores de plástico, con una cabeza chiquita asomando sobre la pesadez de la ropa santa. La miré como a una tía, porque ya la conozco. Me recibió y me despidió más de una vez, petrificada en el mismo lugar para sus files. Esta vez, cuando pasé por al lado, me guiñó un ojo.