Con “Había una vez… en Hollywood”, Quentin Tarantino celebra el cine, su historia y sus géneros a fines de los 60.
Corre 1969 y Los Ángeles es un enorme set de filmación, una ciudad en la que el cine habla en cada rincón. Allí reside y trabaja un actor, que supo marcar época entre la década del 50 y la del 60, y ahora ve que su carrera ya no cosecha las estrellas de antaño, debiendo acudir a trabajos no tan placenteros para no perder sus brillos de celebridad. Aquel hombre, con su autoestima alicaída a causa de las malogradas circunstancias, es Rick Dalton, una de las mejores interpretaciones que se le ha visto a Leonardo DiCaprio. En este sueño cinéfilo llamado Había una vez... en Hollywood (Once Upon a Time... in Hollywood, Estados Unidos, 2019), Rick cuenta con su ladero, su doble de riesgo, su compañero y amigo Cliff Booth, encarnado por un glorioso Brad Pitt. A esta dupla protagónica se le suma el personaje de Sharon Tate, esa chica de rostro perfecto, actriz, modelo y esposa de Roman Polanski (la joven que, con un embarazo avanzado, fuera asesinada por integrantes del clan de Charles Manson también mencionado en el filme). Una angelical Margot Robbie la representa.
Nadie que no sea Quentin Tarantino podría haber sido el mentor de esta película a la que nada le sobra, a la que nada le falta, que no se aleja de las controversias y que rinde tributo en cada escena al séptimo arte con un sello propio, tan indiscutible como potente. En la línea de realizaciones como Kill Bill (2003, 2004), en la que una mujer toma venganza con las herramientas del arte samurái –entre otros atributos–; Bastardos sin gloria (2009), en la que una mujer judía logra incinerar a un grupo de jerarcas nazis, Adolf Hitler incluido, en una sala de cine, y en la que también Pitt hace gala de sus dotes al emular al Marlon Brando de El Padrino, y Django sin cadenas (2012), en la que un negro esclavo hace justicia a mediados del 1800 y se enfrenta al brutal opresor compuesto por DiCaprio, el genio provocador de Tarantino logra, una vez más, hacer real lo que no sucedió, torcer el curso de lo acontecido. Su pulso creativo lo lleva a ser irreverente con la historia nutriéndose de aquello que más disfruta y mejor conoce: el western, las artes marciales, la parodia, el thriller e incluso el cómic.
Así como Pedro Almodóvar, por citar un cineasta diferente, ha sabido construir últimamente un estilo narrativo emotivo y sensible, apoyándose en un cuidadoso y detallado mundo visual; así como Clint Eastwood no pretende hacer otra cosa que honrar el cine clásico con buenas historias y sin demasiados artificios; así como Woody Allen –con sus más y sus menos– dibuja una estética personal para contar esos pequeños universos que son sus personajes, y así como Tim Burton hace magia y deja que ruede la fantasía, Tarantino es un autor al igual que todos ellos. Y esto se debe a su don artístico –distinto y único– y a su descomunal capacidad de conjugar todas las bondades que la industria le brinda, desde la ubicación de la cámara para potenciar la fisonomía y el carácter de, en este caso, Rick, Cliff y Sharon; los planos amplios que permiten recorrer el galope de un caballo por un descampado en el que solo quedan las casas de viejas locaciones de películas de cowboys; una banda de sonido que aporta a la notable recreación de época, así como el vestuario; hasta la construcción de viejos filmes y programas de televisión que su relato requiere. De esta manera, el conjunto es una maquinaria perfecta, aunque parezca excesiva y sobreabundante. En ese exceso se inscribe el mérito.
En su trama, Había una vez… no se acomoda en el consenso social. Por el contrario, pinta a un Bruce Lee presumido; monta una fiesta en la mansión Playboy con conejitas y figuras rutilantes como el mítico Steve McQueen y el propio Polanski (cuyo nombre no deja de provocar rechazos a raíz de las acusaciones de violación y abuso sexual), entre otros; hace que Rick, tan estrella sufrida, se vea interpelado por una niña de ocho años; no escatima violencia en manos del empático y bello Cliff, veterano de guerra que habita en una casa rodante lindante a un pozo petrolero y con velo ambiguo sobre su pasado que le obstruye su carrera como doble de riesgo; también hace que Sharon, con sus botas y minifalda blancas, salga de una sala de cine sonriente al advertir la buena aceptación del público al ver su propia actuación, y evoca al productor y publicista Marvin Schwarz (Al Pacino espléndido). En esta particular lectura de aquel 1969 en el mundo de Hollywood, el director encastra una trama dentro de otra y todas anidan en la casa de un actor, en las amplias calles de Los Ángeles y en varios sets de filmación que se superponen unos con otros. Y claro, allí todo es por y para el cine.
Párrafo especial merece la contrapartida que el creador de Pulp Fiction pergeña con la cultura hippie mediante una oposición generacional entre la juventud de fines de los ’60 (con la guerra de Vietnam a cuestas) y sus antecesores, los protagonistas de las series de televisión y los filmes que aquellos vieron en su infancia (referencias por doquier). Es decir, los jóvenes de ahora se cruzan con los jóvenes de ayer, resultando un intercambio violento y no siendo estos hippies cándidos pacifistas ni siquiera en la palabra. En este punto argumental, Tarantino se corre una vez más de las comodidades de lo considerado correcto. Cada cual podrá hacer su juicio de valor al respecto (sobre todo al calor de la lucha feminista). Lo que no guarda margen de duda es el ánimo de ficción que impulsa cada una sus creaciones aun yendo a la historia, aun yendo al pasado. Está claro, que no es su interés narrar los hechos ya sucedidos, sino intervenirlos para generar realidad y hacer lo mejor que sabe hacer: cine.