Es sábado, y antes de llegar nadando a la superficie de la mañana, decido que durante todo el día no voy a salir de mi casa. Una jornada de cautiverio. No es una gran decisión, lo sé, pero me parece trascendente. Llegan hasta la cama algunos ruidos de esta ciudad, algunos ruidos del mundo que son tranquilizadores porque dicen que hay una máquina en funcionamiento: autos, voces y otros sonidos imposibles de identificar, pero que la cabeza acepta como normales.
No voy a salir. Tengo todo lo que necesito dentro del perímetro de esta propiedad: agua, comida, un baño, libros, una computadora con internet, un celular.
Mientras sigo acostado, el pensamiento de este retiro espiritual me provoca un placer raro. Cierro los ojos. Escucho. Me muevo, no estoy totalmente despierto. Así permanezco un rato largo hasta que finalmente me levanto. Voy en calzoncillos hasta la ventana y espío por las rendijas del postigo. Hay sol, es un día espléndido. Una vecina barre su vereda. Una chica pasa con un cochecito, empujando despacio el futuro.
Vuelvo al interior y avanzo por estos ambientes que conozco de memoria, tanto, que una vez caminé con los ojos cerrados y no me choqué con nada. Conozco las manchas de las paredes. Podría adivinar casi con exactitud qué hora es por el color de las cosas a lo largo del día, por el modo en que la luz pinta los ambientes.
De mañana la casa es muy diferente a la casa del mediodía, y más diferente aún que la casa de la tarde. ¿Cuántos kilómetros recorrí desde la pieza a la cocina, desde la cocina al patio, en el lapso de todos los años en los que vivo bajo este mismo techo? Es el espacio más familiar que conozco, y ni siquiera es mío, pago un tributo por ocuparlo. Hace algunos meses entraron a robar de madrugada.
Cuando volví ya había luz y vi la puerta abierta, la habían forzado. Lo más impactante fue ver el desorden: nada ocupaba su lugar, todo estaba tirado. Lo familiar es una cuestión de hábito perceptivo, una cuestión visual.
Lo que vi era el caos: una montaña de libros, ropa desparramada, muebles corridos. Hasta el interior de la heladera habían revisado.
El mediodía pasa. Duermo la siesta. Leo, ordeno, me quedo quieto, no hago nada. A las seis de la tarde ya siento el encierro. La pregunta, que no quiero hacerme, es por qué tomé esta decisión. Y no tengo una respuesta clara, o tal vez no quiero tenerla. Me asomo a la ventana de la cocina, hay hormigas en el patio, trabajan laboriosamente. Salen en una fila perfecta de una bolsa de basura que me olvidé de sacar.
Tal vez el cautiverio me da cierta ilusión de seguridad, tal vez me promete un descanso forzado. Es cierto que a veces pienso que atravesé un año agotador, un año eterno que se extendió en el tiempo. Un par de horas más tarde mi decisión me parece una ridiculez, y no soporto escucharme a mí mismo diciéndome tantas cosas sin hablar. Me cambió rápido y salgo a la noche de esta ciudad, me escapo de esta casa y de mí.