Para quienes nacemos y crecemos en uno de esos hogares peronistas que parecen a veces pequeñas unidades básicas en el interior de cada unidad doméstica, hay un par de conceptos que nos resultan naturales, pero que para el resto bien vendría reforzar.
La épica del Peronismo (así con mayúsculas) es algo que se nos transmite de generación en generación, que se construye con el mismo cariño con el que se decora un viejo chalecito que el General regaló. A les niñes peronistas se nos enseña muchas veces alguna frase de viejos idearios con la misma pasión con la que nos enseñan a rezar el rosario, a tararear una canción de María Elena Walsh, o a no hacer pis adentro de la Pelopincho. Y durante mucho tiempo miles y miles de argentinos (y sobretodo de peronistas) crecimos con ese relato en blanco y negro de la épica de un momento que creímos que jamás íbamos a poder vivir.
El movimiento en toda su gloria ya había pasado, y en esas tardes repletas de relatos y fotos ya casi gastadas residía algo un poco más complejo que un simple recuento de viejas glorias. Y yo palpaba (por que no voy a transmitirle al resto de mis compañeros, compañeras y compañeres esta sensación personalísima) una cierta sensación de envidia. Una envidia tosca, infantil, rara. Durante un tiempo creí que a mi, a mi generación y a las siguientes, nos iba a tocar la parte en la que nos conformabamos con el relato de Eva recorriendo pueblos en tren y regalando pelotas, para militar y votar a un peronismo de segunda selección.
Pero la historia y la política tienen una manera a veces un poco bruscas de demostrarnos lo infantiles que podemos llegar a ser. La llegada de los Kirchner al poder significó para millones de nosotros y nosotras la posibilidad de revivir algunas de esas imágenes, de resignificarlas. Quizás ahí a donde antes veíamos distantes fotos en blanco y negro, ahora estábamos viendo todo a color, en HD, como una especie de juego de realidad aumentada. Veíamos satélites y notebooks y nuevas fábricas, veíamos y vivíamos en carne propia esa parte de la épica de los éxitos, de las conquistas, de la ampliación de derechos... y nos olvidábamos de que también los viejos relatos tenían su buena cuota de tragedia, de dolor y de muerte.
La mañana del 27 de octubre del 2010 nos llegó la piña brutal en forma de placa roja de CrónicaTv. Ese título rompió estridente en la cocina de la casa de mis viejos y me provocó la sensación de orfandad más grande que yo sentí en la vida. Literalmente, me dejó embotada. La muerte de Néstor Kirchner no era algo previsible, aunque para muchos había sido objeto de deseo. Esos, que ahora tocaban bocina en la costanera, se sorprendieron tanto como nosotros. Y eligieron construir también su propio relato, como en una especie de remake del “Viva el cáncer”.
La muerte de Néstor movía absolutamente todas las variables de ese tablero que, frágilmente a veces y otras veces con un poco más de fuerza, habíamos estado construyendo todos y todas los últimos años. Moría Néstor, el verdadero reconstructor. Néstor, el presidente compañero. Néstor, el armador. Néstor, el marido de Cristina.
Cuando subimos por inercia al auto para ir para Capital y nos enganchamos a la transmisión de la radio, ahí entendí que estaba viviendo, ahora en carne propia, otro momento de Épica Peronista. La autopista, las rutas, las estaciones de servicio, los accesos a la ciudad, rebosaban de gente de todo el país que sin dudarlo dos segundos se había volcado al viaje sin llevar más que un equipo de mate y algunos mangos por las dudas.
Bajaban de los colectivos, los trenes, brotaban de las bocas del subte. La ciudad de Buenos Aires estaba abarrotada, atestada, infestada de esos cabecitas negras que cada dos por tres gustan de romperle los quinotos a algún señor de traje del microcentro porteño. La voz cascada de Hugo Chávez en la radio, que venía a despedir a su amigo, las colas interminables de gente, la mixtura del llanto, los bombos, las banderas, los puestos de comida, las flores, las cartas improvisadas, las remeras recién hechas, las charlas a altas horas de la madrugada mientras nos apretujábamos para bancar el rocío... así lo velábamos a Néstor. Por horas. Diez, quince, veinte horas de cola y espera. Dieciocho, en mi caso. Y muchos y muchas, como yo, habíamos ido en realidad pensando en Cristina, para despedirlo a él, sí, pero para demostrarle a ella que si bien había perdido a su máximo compañero y aliado, todavía nos tenía a nosotros. Había algo ahí, algo más palpable, más evidente, que como a toda cosa evidente no la noté en el momento. Se me perdió entre el mar de gente. No lo entendí, en todo caso, hasta bastante después. Hasta ahora, en realidad, cuando volvimos a tener un presidente... no compañero.
El día que Néstor murió nos dio una lección sobre su legado más valioso. Se apilaban en esas charlas, en una lista interminable, una serie de medidas de gobierno y de gestión que llevaban la firma de Néstor y que le habían mejorado visible y notablemente la vida a los argentinos y las argentinas a punto tal de que en ese momento todos y todas teníamos una sensación de incertidumbre de la que no nos podíamos desprender. Pero sin embargo el fondo de la cuestión no tenía que ver necesariamente con aquellas frases sueltas que quizás captamos en las conversaciones en las largas horas de espera. Sí, la gente iba a agradecer porque Néstor les había dado la posibilidad de tener su propia casa, de recuperar el trabajo, de poner su empresa, de mandar a sus hijos a la universidad, de viajar, de jubilarse, de tener una vida digna. Y sin embargo esos parecían quizás los efectos colaterales de algo mucho más grande que Néstor Kirchner nos estaba dejando.
Esa placa roja de Crónica a mí me dolió mucho. Me dolió en ese lugar en donde te duele cuando el amor no es correspondido, cuando se torna inviable un sueño o un proyecto, cuando lisa y llanamente nos parten el corazón. Néstor, con su sonrisa ancha, sus ojos chuecos y su necesidad constante de abrazar al pueblo de la manera más literal posible, metiéndose entre la marea de gente, saltándose los alambrados, llorando frente a todo el mundo cuando nos contaba lo mucho que quería a su compañera coraje, ese Néstor nos dio dos cosas que jamás plasmó en un Ministerio, un decreto, un plan.
La primera es el amor por la política como herramienta de cambio. Le devolvió esa noción a millones de argentinos que la habían perdido y que creían quizás que habían formado parte de una utopía. Y a los nuevos, como yo, nos demostró que no hay manera de hacer nada sino es a través de la política. Pero la noción más importante es quizás aquella que para quienes no crecieron en una casa peronista puede resultar más extraña, esa que a veces nos salteamos cuando pasados de birra entonamos la marcha. La que agita la noción del amor y la igualdad.
Néstor también nos enseñó que el amor por la política infiere una política desde el amor. En esa Plaza, en esas calles, en el silencio de la noche, en las interminables coronas de flores, en el abrazo entre los desconocidos, en la espera para verla Cristina, en la bronca contenida cuando algún que otro traidor se aparecía también en los pasillos de la Casa Rosada, en la transmisión de la radio que nos traía las voces de los referentes latinoamericanos de esa segunda Independencia que estábamos consiguiendo, ahí había un profundo amor. Porque Néstor nos había devuelto la noción de que también a esas cosas, a los decretos, las fórmulas, los números, hay que ponerles cariño.
A Néstor le voy a estar por siempre agradecida por haber sido un tipo común que hizo cosas extraordinarias, por habernos convencido a muchos y a muchas de que la incorrección es una forma válida de acción, de que el poder se puede también ejercer desde la ternura. Y para estos tiempos, y los que vendrán, Néstor nos dejó lo mejor que podía dejarnos: una fórmula infalible, esa que sostiene que con política y con amor cualquier crisis se puede superar.