“Guasón”: la transformación de una víctima de una sociedad apática en un virulento líder de masas.
En una metrópoli sucia, apática y despiadada, Arthur Fleck busca ganarse la vida como publicista de negocios en la calle. Con un cartel en sus manos, lleva un traje de payaso y es empleado de una empresa dedicada al rubro. Pese a los colores que maquillan su rostro, tanto su entorno como su propia vida se tiñen de un gris oscuro porque lo que predomina en su existencia es tristeza, dolor y abandono. Tal es el planteo de Guasón (Joker, Estados Unidos, Canadá, 2019), un filme que abre tantas lecturas como discusiones ya que el director Todd Phillips reconstruye la historia del afamado villano de Ciudad Gótica y archienemigo de Batman, mientras oscila en las figuras de víctima, antihéroe y líder de masas.
De modo que el cómic puede ser un punto de partida, pero no es el género que sustenta la trama. Una trama que, en su devenir, gana un dramatismo cada vez más intenso, profundo y violento a instancias del cruce de las patologías mentales del protagonista, la hostilidad social e institucional y la propia miseria de la gran urbe.
Ahora bien, esta historia sería otra si la actuación estelar no fuese la de Joaquin Phoenix, cuya labor alcanza el grotesco, la psicosis y el desequilibrio emocional permanente. Desde su notoria delgadez física, hasta cada expresión facial y corporal, esta extraordinaria interpretación del payaso infeliz exhibe un agobio insoportable que se condice con la carencia afectiva, en lo personal, y el desprecio de una sociedad y un Estado que se desliga, entre otras cosas, de los servicios sociales, en lo general. Aunque quizás no sea pertinente escindir lo uno de lo otro. Y en este nudo argumental se inscribe la transformación del personaje que camina hacia la conformación de una amenaza para esa misma sociedad que lo comprende. Para ello, Ciudad Gótica resulta la otra gran estrella de la narración.
Desolación
La inmensidad urbana –notablemente registrada en calles y subtes superpoblados y por planos aéreos que permiten asociarla con Nueva York– es un contexto ruin, en el que las ratas son una amenaza y las diferencias de clase están presentes a cada paso. Entre los 70 y los 80, el relato de Guasón se consolida con una banda de sonido que marca el suspenso, el ritmo y la ironía en la sucesión de escenas que tienen al personaje de Phoenix como emblema del desorden y del colapso que se potencia en cada esquina, como una suerte de estampa de un infierno dantesco. Mientras la denuncia social podría ser una línea de análisis y también un eje comparativo con otras realizaciones hollywoodenses, el pulso del director propone saltar ese paso y exponer una violencia sangrienta propia de las condiciones que atraviesan el mundo contemporáneo, donde la discriminación y el maltrato provienen de las máximas políticas de gobierno.
En esa operación se instala la controversia acerca del entendimiento (y la justificación, o no) de semejante virulencia que encarna y lleva a cabo Arthur, este hombre que solo recibe cariño en una alucinación y que se manifiesta de modo constante a través de la risa (con una enfermedad mental a cuestas que la provoca). Lejos de transmitir alegría, poesía y armonía (a pesar del esfuerzo que realiza el payaso ante los niños internados en un hospital), se trata de una risa desesperada, frustrada, irritante, sarcástica, desmesurada y sórdida. En la risa del Joker (difícil no recordar a Heath Ledger en la genial El caballero de la noche, The Dark Knight, de 2008) se inscribe todo el drama narrativo que no apela ni a la más mínima mueca de humor. El resultado, en suma, es una sólida composición visual que subraya el sufrimiento, la perturbación y las causas de la venganza. Frente a ello, en la butaca se puede instalar una pesada desolación.