Así como otras personas meditan, hacen yoga o pintan mandalas para calmarse, yo elijo bañarme. No es una cuestión de higiene, tengo una especie de adicción al agua: no a beberla –trastorno que tiene un nombre específico: potomanía– sino a mojarme. Ese momento en el que el cuerpo desnudo se encuentra con el agua es casi místico. Si tengo frío, me baño; si tengo calor, me baño. Si necesito pensar, me baño. Si me duele la cabeza, apago la luz y me siento bajo la ducha por un rato.
El agua siempre fue importante para mí. Cuando tenía alrededor de diez años, veía en la pantalla del televisor una publicidad de jabones LUX, protagonizada por Araceli González. Con un fondo de música de telo, Araceli se reía, diseñaba ropa, tenía una vida moderna; la voz de un locutor decía: “Araceli: inquieta, fresca, divertida”, y ella se pasaba la mano por el pelo y mostraba su sonrisa perfecta. En un momento de la publicidad, Araceli entraba con su blanca desnudez en una ducha que me parecía espectacular, una cortina de agua.
Esa ducha contrastaba con el chorro del calefón eléctrico Lavarmín que había en el baño de mi casa en esa época, un chorro miserable que no había que malgastar porque, como nos lo recordaban nuestros padres constantemente, consumía mucha energía eléctrica –“gasta mucha luz”, decían ellos–. Esa publicidad perduró en mi cabeza, el agua de esa ducha siguió cayendo durante años en mi memoria como una catarata, pero hoy volví a verla en YouTube, después de tanto tiempo, sin mis ojos de nene de pueblo, y comprobé que Araceli entablaba una relación erótica con un jabón bajo una ducha de cotillón.
Por ese mismo amor a la ducha, me aterrorizó desde que la vi por primera vez la escena de una película: no la famosa escena de Psicosis, que miré motivado por el deseo de ser culto, sino de Pesadilla, donde una ducha de fines de los años 80 se descontrolaba y atacaba a una chica que tomaba un baño.
Hoy en día ya no sufro las restricciones de la ducha –salvo, a veces, la culpa ecológica–. Ya no tengo que padecer ese termotanque de una casa de estudiantes que se quedaba sin agua caliente en la mitad del baño. Mi calefón ruge como un animal desde el lavadero y me asegura agua caliente sin fin, lo cual es un verdadero privilegio.
Sin embargo, lo que me parece una fuente de placer, en otras ocasiones me parece un calvario: hablo de las duchas públicas. Pienso en las duchas del Club al que iba a nadar hace unos años. El ruido constante del agua era interrumpido por las voces de señores que cantaban o hablaban a los gritos, y que antes y después de bañarse, se paseaban en pelotas por el vestuario, orgullosos de exponer sus órganos sexuales ante los otros machos del lugar. Al verlos salir del agua, caminando con sus ojotas, esos señores me hacían pensar siempre en lo mismo: el aspecto frágil que tienen los humanos cuando salen de una ducha, como si se mostraran tal cual son por primera vez, despojados de todas las cosas con las que se cubren para sobrevivir.