Sentado en una oficina miro, del otro lado del vidrio, a dos personas que conversan. Alcanzo a escuchar sus voces, pero prefiero verlas concentradas en el tema de su charla, una boca pendiente de lo que la otra boca dice. Más atrás, en una de las peceras de este lugar, unos chicos encorvados pegan su cabeza a la pantalla rectangular de sus computadoras. Tal vez están tan distraídos como yo, pero no lo parecen; desde sus sillas me susurran una palabra: trabajo. Son máquinas. Sé que más allá del pelo que les cubre la cabeza, y más allá del hueso de sus cráneos, piensan de vez en cuando en otra cosa, de vez en cuando una imagen interrumpe su pensamiento disciplinado: una canción, la voz de los padres, alguien desnudo, algo que pasó el fin de semana, o algo que va a pasar y que aparece en sus cerebros como la película del futuro.
Mientras tanto, yo no hago nada, es como si estuviera envasado al vacío, o metido en una pelota transparente. Miro el tablero de corcho que hay en mi escritorio, donde las mismas imágenes que veo desde hace más de un año, me saludan. Le pregunto a un joven y arrebatado Courbet: ¿Cómo salgo de esto? Ayudame, Gustavo. Pero no me responde nada, se agarra los pelos con desesperación, es incapaz de salvarme. Tal vez Courbet también caía, con frecuencia, en el tedio. No lo creo, estaba demasiado ocupado en ser uno de los mejores pintores de su época. Yo no tengo la aspiración de ser mejor en nada, ya abandoné los ideales de la juventud, no me seduce ninguna forma de trascendencia. Si antes creía en la gloria del arte, ahora mi aspiración más suprema es un living decente donde pueda mirar películas, tal vez leer, con un vaso de Pepsi helada en la mano.
Tal vez porque ya no tengo grandes aspiraciones, caigo cada vez más seguido en el tedio. Esa fuerza muda que obliga a la inmovilidad, que empuja hacia una interioridad que es la de uno mismo, pero también la del tiempo. Tiempo puro y, por lo tanto, terrible. Ese tiempo que para Cioran solo es posible percibir a mitad de la noche: “El tiempo puro, el tiempo decantado, liberado de acontecimientos, seres y cosas, solo se percibe en ciertos momentos de la noche, cuando uno lo siente avanzar, con la única preocupación de ser arrastrado hacia una catástrofe ejemplar”. Las letras de los libros aburren, las imágenes del televisor o la computadora son demasiado planas, lo que se ve por la ventana es insulso. No se puede hacer otra cosa que estar quietos, en un estado de expectativa continua, sin percibir del todo las cosas exteriores y sin poder caer en los paseos de la imaginación. Un estado de inmovilidad física y mental en el que uno puede observarse a sí mismo desde afuera. El tedio es tan fuerte que a veces no es posible ni levantarse de la silla, ni sostener un tenedor, ni llegar hasta la cama. Pero en un momento, volvemos a la superficie, estiramos un poco las piernas, y seguimos adelante con la vida convencional de todos los seres humanos, hasta el próximo ataque.