Siempre hablo de lo mal que la paso en mis #JuevesDeMierda. Siempre me quejo del viaje en colectivo y del roncador compulsivo. Pero qué quieren que les diga: motivos me sobran.
Por empezar, el gran monopolio de transporte de pasajeros ofrece un servicio pésimo que incluye horarios de porquería, retrasos en las salidas y llegadas, cambios inesperados de coche, olor a patas, baños sucios y ni una mísera madalena.
En segundo lugar, el 80% de los jueves que viajo, lo hace también un tipo que viaja desde Santa Fe hasta Concepción del Uruguay como yo y que se pasa todo el viaje durmiendo y roncando de tal manera que profesa ruidos que a veces me hace pensar que se está convirtiendo en zombie y otras que se está muriendo. No niego ni afirmo que la posibilidad de concretarse esta segunda opción en más de una ocasión me puso contento. Que se haga zombie no es mala tampoco, ya que así nos morfaría a todos los pasajeros, terminando de una vez por todas el calvario de tener que escucharlo seis horas de ida… y seis horas de vuelta.
No voy a responder preguntas pavotas tales como “y pirqui ni ti quimbis di isiinti y ti vis mis lijis”, porque en los cuatro años que hace que me vengo fumando los ronquidos eso nunca funcionó. Lo que voy a decir es que yo sé que él podría evitarnos el dolor que son sus ronquidos. En primer lugar, no puede ser que una persona a las 9 AM se siente en un colectivo y antes de salir de la terminal ya esté durmiendo y roncando, y lo haga durante casi seis horas seguidas. La única explicación posible es que no duerme la noche anterior para poder dormir en el colectivo. O sea, lo hace a propósito. En segundo lugar, también podría evitar tomar gaseosa antes de la partida del colectivo y viajar con el estómago un poco más aliviado, ¿no? Sí, uso auriculares y a todo volumen. Tampoco funciona.
Así como la filosofía se divide en presocrática y postsocrática y la historia de la ciencia en premoderna y posmoderna, mis jueves se dividen en viaja el roncador o no viaja el roncador. Llego a la terminal pendiente de verlo allí, sentado con su gaseosa de dudoso color y que eso me destroce la moral y ya adivine cómo serán 12 de las siguientes 17 horas que tendrá mi día: nefastas.
¿Y ese intervalo de cinco horas entre viaje y viaje? Ese es el que yo llamo el lado b de los #JuevesDeMierda. Es el tiempo que transcurro yendo desde la terminal a la facultad, dando clases y volviendo a la terminal para la segunda parte del martirio. ¿Y por qué lado b? Porque son las cinco horas que hacen que las otras 12 valgan la pena, y de las que pocas veces hablo.
Me bajo del cole y camino por el centro de CdeLove los trece minutos que me llevan al trabajo. En la calle no están ni los perros. Como en Santa Fe, la siesta no se mancha. Atravieso la hermosa plaza Ramírez en paz, escuchando música y precalentando para lo que viene: cuatro horas y media seguidas de clases.
Llego al Aula 41 de la Escuela Normal “Mariano Moreno” que, como corresponde, tiene en su entrada un busto de Domingo Sarmiento. Tipo 15:05 arranco el acting y hago de profesor. Tengo la suerte de hacer lo que me gusta y en condiciones casi ideales en relación a muchos/as de mis colegas. Que Saussure dice que el valor es relacional. Que se escribe Peirce, no Pierce. El sujeto es discursivo, según Benveniste; y otros hits semióticos es lo que menos me entusiasma de estar ahí. Siempre les digo a les gurises que lo que puedo decirles yo sobre lo que dicen los textos es fácilmente reemplazable por una búsqueda maomeno superficial en Google. Lo que me fascina de hacerme el profesor es tener el privilegio de poder transmitir que me apasiona estar ahí. Tratar de contagiarles las mismas preguntas que me hago a mí mismo. De poder plantearles problemas más que soluciones. De militar un mundo mejor. A veces me hacen sentir que lo logro. Y de decirles un montón de pavadas y que nos riamos un rato porque donde uno/a se aburre no aprende. Donde uno/a se aburre no quiere estar.
También me fascina saber que tengo el privilegio de poder escuchar y conocer a una nueva generación que ya es mucho mejor que la mía. De enojarme también, obvio. Porque me jode lo garralapalas que son. Pero después me acuerdo que yo también lo soy y se me pasa. O me saltan con alguna estupidez de las que podría decir yo y además me hacen reír. Como cuando pregunté para qué irían a una biblioteca y me respondieron “para subir una foto a Instagram desde un lugar raro”. Me flipa descifrar qué relación tienen con la autoridad, por ejemplo.
Llegar al Aula 41 sabiendo que tengo algo para decir y mucho para escuchar hace que valga la pena el viaje. Que me olvide del roncador, de las seis horas por delante y de que voy a llegar a mi casa a las 2 AM. Hasta que me subo al colectivo y me acuerdo de las ganas que a veces me dan de tirarle un maní en la boca al roncador mientras duerme y que todo parezca un accidente.