Ante los cambios en el mundo del trabajo y la incorporación de nuevas tecnologías, surgen nuevas alternativas como el salario universal o la reducción de la jornada laboral.
Las innovaciones tecnológicas en el campo de la robótica, la informática y la inteligencia artificial vienen generando cambios en las formas de organización de la producción y el trabajo a nivel mundial. Hoy están en discusión las características que tendrá el trabajo en un futuro próximo ante el creciente avance de la tecnificación de las tareas. Uno de los interrogantes es si está reconfiguración generará exclusión de los trabajadores o si abrirá nuevas oportunidades de empleo.
Al mismo tiempo, en la actualidad se están desarrollando debates en torno a la regulación del trabajo. Mientras que algunos sectores –ligados al empresariado– impulsan una flexibilización de los términos de contratación del personal, otros sectores gremiales y políticos proponen la disminución de las horas de trabajo. Es decir, en un contexto de la llamada “uberización” de la economía, donde diversas plataformas tienen esquemas laborales flexibles, entrecortados y a distancia, los sectores del trabajo exigen mayores controles a las empresas y acortar la jornada laboral.
No es un tema nuevo: desde los inicios del capitalismo está en debate la fórmula “más tecnología y menos obreros” como mecanismo para generar mayores ganancias. Incluso Carlos Marx decía que el reemplazo del hombre por la máquina terminaba siendo perjudicial para el capitalismo, ya que de ese modo el burgués no podría obtener la plusvalía que lo sostiene y excita.
Como sea, los especialistas marcan que hacia el año 2030 más de la mitad de las ocupaciones que hoy conocemos ya no existirán y que, a su vez, serán reemplazadas por otras que aún no imaginamos. En esta nota se reconstruyen los procesos tecnológicos y culturales que dan lugar a nuevos debates en torno a las formas y características del trabajo. ¿Quiénes y cómo harán el trabajo del mañana? ¿Será necesaria una capacitación constante para permanecer en el mundo laboral? Y además, en una economía de plataformas y teletrabajo, ¿qué harán los sindicatos? ¿Será necesario trabajar en un mundo donde las máquinas realicen las tareas rutinarias?
Contexto y desafíos
Ya en 1996 el sociólogo español Manuel Castells preveía la conformación de una sociedad de la información a escala planetaria, donde todas las actividades sociales, culturales y productivas iban a estar mediatizadas por tecnologías digitales. La particularidad de este proceso es que esta expansión técnica no se basa solamente en la masificación de tecnologías de almacenamiento y procesamiento de datos, sino también en que la información se ha constituido como un bien con valor de mercado, es decir, un componente que valoriza al capital.
Hoy no se puede pensar el capitalismo sin la información: la informatización forma parte de la producción de bienes y servicios. Este proceso de tecnificación está reconfigurando las formas de trabajar, no sólo en el plano de las actividades manuales o físicas sino también las intelectuales. Es decir, es un proceso que está modificando por igual la labor de los clásicos trabajadores conocidos como de cuello azul y de cuello blanco: operarios y gerentes.
Vale recordar que durante la década del 90 la robotización se impuso en todo el mundo. Desde entonces, cada vez más trabajos repetitivos son efectuados por máquinas en la industria manufacturera. Resulta difícil para un humano competir con un robot que hace las mismas tareas pero de manera más eficaz y veloz.
Pero en los últimos años, la informática y la inteligencia artificial también están acaparando cada vez más actividades cognitivas. El trabajo de oficinista de escritorio hoy requiere de nuevos conocimientos para existir. Parecería que la formación permanente será una necesidad que tendrá que afrontar todo trabajador a lo largo de su vida. Por lo tanto, los que logren actualizarse podrán continuar en actividad, ¿pero qué pasará con aquellos que lo hagan?
Al mismo tiempo, se consolidan a nivel global las plataformas que comercian y distribuyen bienes y servicios que no poseen. Su negocio consiste en poner en contacto a un consumidor con un producto o un productor. Estas aplicaciones comercializan cosas que no tienen: Uber no tiene autos, AirBnB no tiene casas, Glovo no produce la comida que distribuye. Y justamente ese es su negocio: no hacer grandes inversiones de capital, flexibilizar la contratación de personal y aprovechar la ubicuidad de internet.
Hoy trabajar ya no es sinónimo de estar en un espacio y tiempo concretos. Es posible producir y conectar con otros sin necesidad de reunirse físicamente en un mismo lugar. Internet habilita una presencia virtual permanente, por lo que el teletrabajo o trabajo a distancia se consolida como una forma de ocupación. Y el vínculo laboral puede ser nacional o no. Actualmente una porción considerable de los trabajos informáticos se realizan de manera desagregada en distintas partes del mundo. Y esos trabajadores no conocen a su empleador. Generalmente son monotributistas que participan de grandes cadenas de valor o suministros esparcidas en diferentes países. Estos trabajadores están por fuera de todo convenio colectivo de trabajo y, en algunos casos, negocian su remuneración con empresas que ni siquiera conocen.
Con todo, el contexto actual presenta una creciente complejidad y genera desafíos para instituciones y estructuras empresariales y sindicales que, en nuestro país, están formateadas para funcionar en un ya lejano siglo XX.
Consumidores que trabajan
En un libro La tercera ola, el estadounidense Alvin Toffler introdujo el acrónimo “prosumidor”, como un intento de fusionar los términos “productor” y “consumidor”. En la década del 80 este gurú tecnocrático pregonaba la constitución de un nuevo ciclo capitalista basado en tecnologías de la información, con una mayor personalización de los productos y la participación de los consumidores en la producción y distribución de bienes y servicios.
Un caso evidente de prosumidor puede ser una persona realiza trámites en un cajero automático o en el homebanking. Es un servicio que brinda un banco, pero gestionado por el propio cliente. Es decir, las personas realizan pequeñas acciones que le significan un ahorro de tiempo y dinero y que tampoco implican más costos de producción para la empresa.
En los últimos años esa estrategia de personalización y tercerización gratuita de los bienes y servicios se fue expandiendo a varios rubros. En los locales de comidas rápidas, estaciones de servicio, bancos y supermercados se expande esta modalidad de autoservicio.
Por ejemplo, en los supermercados de la cadena Walmart del conurbano bonaerense ya empezaron a funcionar cajas de autoservicio. El sistema tiene una pantalla, impresora fiscal, un scanner de mano y otro fijo y el lector de tarjetas de débito y crédito. El cliente escanea cada uno de sus productos y elije la modalidad de pago. Según la empresa, el novedoso sistema “permitirá mejorar y agilizar enormemente la experiencia de los clientes”.
Asimismo, en julio de este año el gobierno nacional aprobó una nueva reglamentación que habilita a las estaciones de servicio a incorporar máquinas expendedoras de combustible operadas por los clientes, sin necesidad de que intervenga el despacho asistido por estacioneros. O sea, cada automovilista puede cargar su propio tanque, algo que ya sucede hace rato en Europa y los Estados Unidos.
Como se observa en estos casos, las máquinas sirven para hacer trabajos repetitivos y, con la mínima cooperación de los consumidores, reemplazan paulatinamente a las y los trabajadores de determinados rubros.
Identidades fluidas
El escritor polaco Zygmunt Bauman publicó una serie de libros donde su principal concepto es “lo líquido”. El autor sostenía que en, las últimas décadas, la sociedad, la vida, el amor, los miedos y hasta el arte se han vuelto fluidos: se adaptan con total normalidad al recipiente que los contiene. En ese sentido, formulaba que ya no estamos en una sociedad regida por instituciones e identidades sólidas que van delineando nuestras vidas. Es decir, las escuelas, las fábricas, el matrimonio, la cárcel, el hospital, estarían en crisis, como institución y como concepto.
En ese marco, hoy no puede pensarse que la vida de una persona esté regida de una vez y para siempre por esos dispositivos. Por el contrario, se va construyendo la identidad de manera fluida, flexible y cambiante: los vínculos y las relaciones son fluidas. En ese marco, ¿cómo pensar entonces en tener una profesión o un trabajo para toda la vida?
Estos cambios culturales también contribuyen en la consolidación de empresas que basan su ganancia en la tercerización de servicios y la flexibilidad laboral. Sería necio pensar el proceso de “uberización” de la economía únicamente como la imposición de unas plataformas digitales. También la favorece el creciente proceso de individualización que entiende la vida de manera fluida, ubicua y cortoplacista.
Esta mirada sobre la sociedad actual se manifiesta también en las palabras de gran parte de la juventud, que entiende a la flexibilidad y al cambio como virtudes. Por ejemplo, las frases “me gusta elegir en qué horarios trabajar”, “yo soy mi propio patrón” o “quiero ser el empleado del mes” son expresiones que exaltan la fluidez laboral o que promueven la competencia entre compañeros de trabajo. En vez de ser una excepción, el axioma “yo soy el hacedor de mi propia felicidad” pugna por ser la regla: la lógica liberal-emprendedora hoy lucha por constituirse como la visión hegemónica del sujeto.
Desafíos gremiales
La flexibilidad de los contratos y la precariedad laboral generan desafíos para las estructuras sindicales diagramadas para cobijar a los arquetípicos obreros de overol de los siglos XIX y XX. Pero el actual contexto presenta nuevos desafíos: ¿cómo sostener un gremio por rama de actividad en un contexto donde las personas mutan de empleo, las empresas tercerizan sus actividades y aumenta el teletrabajo?
Al respecto, Pausa consultó al secretario general de CGT Santa Fe, Claudio Girardi: “Intentan hacerle creer a la gente que se puede salvar sola. Nos quieren hacer creer que en el mundo sos libre y que lo solidario no existe. Por eso tenemos que dar una batalla cultural. Yo a los trabajadores les pregunto por qué existen entonces las cámaras empresariales para ir a negociar con el gobierno y para discutir paritarias. Es decir, ellos son poderosos y se sindicalizan. ¿Y nosotros vamos ser libre emprendedores? Si a los sindicatos nos cuesta pelear por salario en un paritaria, imaginate si cada trabajador lo tiene que hacer por su cuenta”.
Sobre las personas que prefieren mantener un vínculo laboral precario y temporal, Girardi afirmó: “Ese grupo de trabajadores que hoy está trabajando para esas plataformas de delivery deben entender que ese trabajo puede ser un paliativo o una changa. Pero en este modelo neoliberal, individualista, sos desechable. Porque cuando sos joven, está todo bien, tenés tus platita y te manejás. Pero cuando pasan diez o quince años, o tenés un accidente o una enfermedad, ahí surge el problema. Por eso reafirmo que hay fortalecer la batalla cultural para demostrarles que ellos son trabajadores, no emprendedores. En realidad, esas empresas están usando a sus trabajadores. Entiendo a aquellas personas que toman un trabajo porque tienen una necesidad. No juzgo a los trabajadores informales; juzgo a las empresas que no los formalizan. Porque yo estoy seguro de que no hay ningún trabajador que no quiera estar registrado. Es un abuso de un sistema neoliberal que te hace creer que si tenés un monotributo sos un empresario”.
Menos horas de trabajo
En un paulatino avance de la automatización de la producción y el trabajo, comienza a suceder que varias tareas humanas son reemplazadas parcial o totalmente por máquinas. Al mismo tiempo, surgen nuevas actividades y funciones que requieren de mano de obra capacitada para desarrollarla. Es decir, mientras la tecnificación se fortalece, algunos empleos se extinguen y otros nuevos aparecen, a la vez que se transforman los que perduran.
En ese marco, diversos organismos y organizaciones sociales vienen planteando la pertinencia de reducir la jornada laboral. Es decir, si el sistema va a requerir de menos tiempo de trabajo humano para subsistir, entonces habría que repartir más equitativamente esas horas de trabajo. De esa forma habría más personas ocupadas y, también, se aportaría a mejorar la salud y el bienestar de las y los trabajadores.
Actualmente varios países y empresas del mundo están impulsando una reducción de la jornada laboral legal, o sea, el límite de horas que una persona puede trabajar a cambio con un salario. Por ejemplo, recientemente se conoció que la sucursal japonesa de Microsoft redujo la semana de trabajo a cuatro días y, en consecuencia, obtuvieron resultados satisfactorios: el descanso impulsó un 40% de aumento de la productividad y las ventas. Esta medida se basó en que, además de tener libre los días viernes, se limitaron las reuniones a 30 minutos y se promovió la comunicación vía email o chat.
De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los países que ya tienen legislada una menor jornada laboral son Holanda, Australia, Noruega y Dinamarca: 34 horas en promedio. Es más: en algunas regiones de Alemania la jornada se reduce a 28 horas, aunque con un sueldo inferior al básico.
¿Y qué sucede en Argentina? En contraposición al prejuicio de que somos vagos y choriplaneros, nuestro país tiene una de las jornadas laborales legales más altas del mundo: 48 horas semanales. Similar situación a la de países de la región como Bolivia, Paraguay o Perú. En consecuencia, el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) impulsa en el Congreso Nacional un proyecto de ley para reducirla a 30 horas semanales.
Asimismo, en la provincia de Santa Fe, el diputado del Frente Social y Popular, Carlos Del Frade, propone reducirla a seis horas diarias. “El objetivo es que haya una socialización de los puestos de trabajo en blanco. En la provincia hay 576 grandes empresas con tres turnos de ocho horas cada una. Si se convirtieran en cuatro turnos de seis horas, tendríamos 43 mil puestos de trabajo formales nuevos”.
Esas corrientes sostienen que la inclusión de nuevas tecnologías tiene que mejorar los procesos productivos, pero no empeorar las condiciones de vida de las personas que trabajan. “Lo que pasa es que las nuevas tecnologías son utilizadas para precarizar más a los trabajadores, cuando deberían ser usadas para mejorar la calidad de vida de la población y la manera de producir del trabajador, pero eso no quiere decir precarización o informalidad. Por eso creo que la inclusión de tecnologías es más una excusa para precarizar que para mejorar las condiciones laborales”, apuntó Del Frade.
En efecto, el desafío sería generar procesos de tecnificación que liberen tareas manuales, pero que a su vez favorezcan la calidad de vida y la creación de nuevos trabajos altamente capacitados y especializados.
Que laburen las máquinas
Ante este contexto global, se suceden debates sobre el futuro el propio capitalismo. En los últimos años se han fortalecido las corrientes que impulsan una tecnificación total de la producción de bienes y servicios. Por un lado, algunos sectores capitalistas creen que de esa forma se ahorrarán los costos de la mano de obra. Por otro lado, nuevas corrientes de la izquierda también promueven la automatización como mecanismo de disolver la relación patrón-empleado.
Desde fines de la década del 90 se fue delineando una teoría aceleracionista que pregona básicamente la aceleración de la tecnificación de toda la producción de bienes y servicios, aunque esto alberga contradicciones ya que existen expresiones de derecha que bregan por un avance indefinido del capital y otras de izquierda que intuyen la posibilidad de avanzar hacia nuevas formas de vida y de trabajo.
En su Manifiesto por una política aceleracionista, Alex Williams y Nick Srnicek sostienen que la tecnificación puede liberar a los humanos de las tareas rutinarias para que se dediquen a otras actividades creativas y recreativas. Para ello tienen tres propuestas: avanzar en mejoras tecnológicas que aumenten la productividad, disminuir la jornada laboral y garantizar un ingreso básico universal para cada persona que se solventará con las ganancias producidas por la labor de las máquinas.
Según los autores, de esta manera se garantizarían las condiciones mínimas de dignidad de todas las personas y se reducirían los perjuicios y contaminaciones al planeta. Es decir, todas y todos tendrían una renta universal que puede ser complementada con las remuneraciones que logren a través del trabajo creativo y cognitivo que las máquinas no pueden hacer.
¿Es realmente factible esta iniciativa? ¿La automatización generará mejores condiciones de vida o mayor desocupación? ¿Será totalmente eficiente el trabajo de las máquinas? ¿Los empresarios estarán dispuestos a socializar sus ganancias para garantizar ese ingreso universal? ¿Cómo actuarán las personas ante la posibilidad de no trabajar? ¿Nos enfrentaremos a esa ética del trabajo y del esfuerzo que caracteriza al espíritu capitalista?
Son demasiadas preguntas que aún no tienen respuesta. Por lo ponto, lo único que sé es que el trabajo dignifica. Eso dice mi patrón.