Me despierto un domingo en la casa en la que crecí, a las siete de la mañana. Dormí en la misma pieza en la que murió mi madre. No soy de las personas que disfrutan de levantarse temprano, menos en el día que Dios y el capitalismo nos concedieron para descansar. Voy al baño, y en el espejo mi cuerpo me pregunta qué estoy haciendo. Me lavo la cara, me peino rápido, me visto y salgo.
Tengo que tomar un colectivo. En la calle, el espectáculo de la mañana me pega en la cara. Es el mismo de siempre, pero me parece increíble. El sol de noviembre ya tiene fuerza. El pasto es verde pero es dorado. Es como si todo empezara de nuevo, como si los árboles hubieran crecido durante la noche, como si el asfalto de las calles fuera nuevo. Los pájaros son los del paraíso. La mañana tiene profundidad. Si uno estira el brazo en el aire siente que se hunde en algo invisible.
Camino hacia la terminal por Castelli. Hace tiempo que no hacía este recorrido, menos a esta hora. Era mi recorrido de estudiante. El paisaje es tan familiar, pero hoy, tal vez por la calma o por la luz, me detengo en todo. Paso por la zapatería de la esquina, los zapatos están callados. Paso por la casa de los Galeano. Llego a la esquina de los Verón. Un poco más allá está la casa de Carlos, uno de mis profesores de Educación Física de la primaria, que aparecía en bicicleta con pantalones deportivos y un portafolios negro de cuero. No sé si está vivo. Las rosas de esa señora que conozco desde que tengo memoria se están despertando en el jardín de su casa.
No veo a nadie, todos duermen detrás de las fachadas de estas casas. Hasta que en una esquina algo rompe la paz. Aparece un auto con música a todo volumen y adolescentes que se resisten al final de su noche. Cuando me cruzan me tocan bocina y me saludan con entusiasmo. Alcanzo a ver a una chica en el asiento del acompañante. Es un segundo, pero la veo: su cara joven maquillada, un poco desecha, un vaso en la mano, una remera escotada. De repente tengo la sensación de que el tiempo no pasó en esta colonia agrícola, y que soy yo el que va en ese auto, con mis amigas, un domingo temprano en el pasado.
En el cruce de Castelli y Rodríguez Peña levanto la vista porque sé muy bien lo que voy a ver, lo vi tantas veces: las dos torres de la Basílica se elevan sobre los techos bajos. Delgadas, puntiagudas, con ese arquitectónico híbrido, como el estilo genético de los habitantes de esta ciudad. En el medio de la claridad me parecen hermosas, y pienso que la belleza es una cuestión de costumbre. Aunque sé que en el fondo de este paisaje hay algo oscuro, algo que pasó anoche. No pienses en eso, es una mancha en la perfección de esta mañana.
En la terminal somos pocos. Un par de policías, una señora con un peinado vaporoso que viaja sin nada –ni siquiera una cartera–, una abuela con su nietito. Nos subimos como zombis. El colectivo avanza por las calles vacías, y antes de dormirme en el asiento me despido de esta ciudad a la que siempre tendré que volver.