Osvaldo demora en acomodar el asiento, viene atrasado pero piensa que hoy es especialmente importante viajar cómodo. Antes de arrancar amaga a prender la radio y se arrepiente, no quiere que nada lo distraiga, tiene muchas cosas que procesar en los 200 kilómetros que lo separan de su trabajo y de la casa de la cual piensa irse esa misma noche. Son las siete de la mañana y ya hace un calor infumable. Prende el aire y trata de relajarse.
Lo más difícil, calcula, va a ser enfrentar a su mujer y a sus hijos, un momento malo, obvio, pero ya inevitable y predecible. A ella le dijo lo habitual: que necesitaba un tiempo porque estaba confundido y tenía que pensar. Hace más de 24 horas que no tienen ningún contacto. Los chicos son chicos y cuando crezcan van a ir entendiendo las cosas.
Osvaldo perdió la cuenta de todo lo que deseó este momento y de lo mucho que sufrió. Claro que no lo soñó así, pero la realidad siempre es imperfecta, se consuela y repasa, primero, las mejores imágenes y los mejores momentos, pero enseguida llegan los otros y siente una molestia y una culpa que le hacen sacudir la cabeza. En el bolsillo del pantalón, el celular vibra apenas y no se anima a mirar.
Siete meses habían pasado de la última vez con Omar, siete meses comiéndose la cabeza y pidiendo y rogando una última chance, pasar un día juntos, pasar un buen día, era todo lo que necesitaba, era todo lo que quería, ¿y ahora?
Al principio fue raro, después de tanto tiempo y tantas cosas. A la mañana fueron a pescar, como habían planeado, comieron rápido en un bodegón y se acostaron a dormir la siesta. El sexo estuvo bien, aunque era difícil que pudiera equiparar tantos meses de fantasía y masturbación compulsiva. Después, cuando Omar fue a bañarse, Osvaldo no pudo resistir revisarle el celular y tuvo un ataque de celos y preguntó cosas que no debía preguntar y dijo cosas que no tenía que decir, y de manera que no debía decirlas; como si eso fuera poco, pateó una silla y rompió, sin querer, un jarrón de la abuela de Omar que era casi lo peor que podía romper, al punto que Omar le dio un puñetazo en la boca, ese puñetazo que tantas veces se aguantó de darle. Osvaldo se tocó el labio a ver si sangraba pero no, igual se largó a llorar, eso parece que excitó a Omar porque enseguida lo besó y volvieron a coger, mucho mejor esta vez, como si el tiempo no hubiera pasado y lo malo y lo feo se borrara para siempre, aunque después quedó como una angustia que ni siquiera todo el alcohol que siguió logró ahuyentar. Los recuerdos de la noche son borrosos y ambiguos.
Osvaldo vuelve a sentir el cosquilleo del celular, va por la mitad del camino y vuelve a ser optimista, piensa que el mensaje tiene que ser bueno. Imagina que Omar ya está tomando el desayuno que él le preparó y que no va a notar que falta un repasador que se le quemó y prefirió descartar, no se puede ser tan pelotudo, piensa Osvaldo.
En su ciudad, Osvaldo ya no aguanta y decide parar, total ya llega tarde a la farmacia, que me chupen un huevo, piensa, si me viven cagando con el horario, se afirma. El corazón empieza a latirle más fuerte cuando mete la mano en el bolsillo, y mucho, pero mucho más fuerte, cuando del bolsillo no sale su celular sino el control remoto del aire acondicionado del departamento de Omar. Luego, en el celular, alcanza a ver 36 llamadas perdidas y otros tantos mensajes, hasta que una nueva llamada vibra fuerte en su mano. Vibra tanto que lo revolea con fuerza por la ventanilla y arranca y acelera tanto que el control se le cae entre las piernas. Mira la hora y se seca las lágrimas como puede.