En nuestro jardín se preparan bosques. René Char.
El apretado silencio, la inmovilidad impuesta, por si vos creés que te ayudan a ordenar, te aviso que te ayudan en pocas cosas: la biblioteca, la ropa en el placar, el cuartito del fondo en donde sólo se tratará de apilar las sillas. (Las sillas que eran tan elegantes y te parecían más lindas porque sólo habías pagado una ganga por ellas, pero que ahora, décadas más tarde, lucen abombadas y tristes con ese rayado de color marrón y mostaza y esa esterilla que se rasgó en tantas partes).
La biblioteca fue toda una experiencia de volúmenes repetidos, volúmenes olvidados, llenos de tierra. Libros que no querés tirar porque son de tapas duras, tan lindos de tocar. O porque los escribió un amigo que se fue hace mucho. Sabés muy bien que, en el tiempo en que te quedarás en esta tierra, no volverás a leerlos ni a abrirlos siquiera, y los vas depositando, entonces, muy suavemente, sacudiendo el polvo, en los anaqueles blancos. Leés la dedicatoria del libro de Galeano. Ponés en el estante más alto los libros de lingüística que ya no vas a utilizar para dar clases. Y, en el más bajo, los libros de lomo más grandes, así ves de lejos de qué se trata cada uno. Doble hilera, no. Eso sí es un pecado. Así es como se pierden los libros.
Dejame, mirá, no te ayudan a ordenar la mente. Se siente engañada y se desenrolla como si fuera una ristra de papel y va como girando sobre sí misma y dejando el mundo sin huellas, más aturdida que otra cosa. No da ni para leer.
Y entonces me acuerdo de un ser muy querido y que no usa celular, y poca internet. Cargo 800 pesos y lo llamo por teléfono.
Él vive solo desde siempre. Cuando era joven era muy sexi, y no le faltaron novias y amantes nunca. Pero hablar con él es una fiesta. Creo que yo sabía que iba a sacudir mi melancolía y por eso lo llamé, cosa que hago pocas veces al año. Sé que estar solo es su especialidad, pero esta cosa rara del aislamiento no debe sentarle muy bien porque le encanta andar por Buenos Aires y caminarse todo. Es, además de un solitario impenitente, un tipo reservado, muy lector de todo, estudioso del psicoanálisis –que es su trabajo. Hablamos de esto y lo otro, siempre las conversaciones siguen un hilo, un desarrollo y finalmente me cuenta, con esa voz de consonantes marcadas: el día de los cacerolazos, este barrio (a media cuadra del Jardín Botánico), muy gorila, sale a atronar el aire y el silencio de la noche con un barullo tremendo, dice. Al segundo día, apenas empezaron a escucharse, me asomo al balcón y empiezo a los gritos: Manga de gorilas, cabezas de termo, han fundido el país, quiénes son, etc. Con la luz prendida, dice, cualquiera podía verme. Otros anticacerolos también empezaron a gritar, así que éramos unos cuantos a las puteadas. Yo, dice, me escuchaba a mí mismo, y no podía creer que tuviera tanta rabia contenida. Al tercer día, antes de que se escuchara el barullo de las ollas, un tipo de un edificio de enfrente, un edificio de departamentos muy caros, sale al balcón con un parlante y pone Bella Ciao con la letra de Chau, gato, y pone después la marcha, fuerte, pero bien fuerte, y puso una luz que iluminaba la noche, y muchos que empezaron a gritar Viva Alberto, etc. Al cuarto día, dice, no hubo cacerolas. Nunca me vi así, insiste, creo que es una bronca que tenía desde la 125.
Y nos reímos a carcajadas los dos.