Una casa tiene lugares donde el cuerpo está mucho tiempo. Esos lugares son antenas, y guardan mensajes, los retransmiten o los borran. A veces los reescriben antes de volver a transmitirlos.
Hace unos años intento practicar el sueño lúcido. Tenía una pesadilla recurrente de la infancia, logré resolverla con esa práctica. Durante mi embarazo tuve sueños premonitorios sobre mi hijo. Cuando empecé a escribir esos sueños, anclaron otros. Ahora escribo en notas en el celular, lo dejo cerca de la cama para minimizar movimientos y no perder sensaciones. Me sirve hacerlo apenas abro los ojos, sin interpretar, y si es posible, sin cambiar la postura corporal. Me olvido de las palabras, sólo escribo en tiempo presente.
En pandemia, hay una red de sueños que me ocupa la mente. Muchas experiencias predisponen: que los cielos están claros, que las estrellas se ven de a miles, que el silencio aparece. El primer domingo de reclusión obligatoria escuché el picoteo de dos palomas sobre el asfalto al levantar ramitas, y el entrechocar de las hojas del árbol de enfrente de mi ventana. Lo mismo con los sueños: el silencio ocupa mi calle y la antena prueba frecuencias.
En “Doctor Sueño” Stephen King hace, del niño de “El resplandor”, un adulto que conoce cuándo morirán los ancianos del hospicio donde trabaja. La novela es mucho más que eso, pero esa es la parte que más me conmueve: un niño que tiene sueños premonitorios pero que creció para acompañar a los viejos en el paso de este mundo al otro.
Úrsula Le Guin inventó en “La rueda celeste” a Orr, un personaje que modifica la realidad con sus sueños. El doctor Haber lo usa para eliminar los males de la humanidad pero, sueño tras sueño, destruye el mundo conocido. Orr decide soñar por última vez para encontrar a Lelache, su amor perdido. Al despertar la busca y la encuentra. Ella se ha olvidado de él y es otra, con otro nombre y otra vida. Hubiera preferido un sueño más ordenado, pero al menos ella está aquí, piensa Orr. Y la invita a tomar un café.
En estos días ví en sueños a mis muertos, y también a personas que desconozco. Releo mis notas: prostituta negra en un conventillo porteño en los ‘90; hombre chino de mediana edad, con mujer e hija, inmigrante ilegal en un país extraño; poeta joven y hermoso de quien me hubiera enamorado en la vida real. Recuerdo el olor de sus cuerpos, y la certeza de que estaban en mi sueño. El agua negra que me ocupa en la vigilia en pandemia y no me deja escribir, se retira y deja un limo germinal en la cama mientras duermo.