Seúl - Foto: Woohae Cho

La pandemia potencia las desigualdades y los Estados liberales improvisan respuestas en un hecho bisagra para la historia mundial.

Se dice que el asombro, la duda y las situaciones límite son los tres estimulantes básicos de la reflexión filosófica. El coronavirus ofrece todos esos estimulantes mientras revela, al galope exponencial de los contagios y las muertes, cómo el estado de excepción es el corazón real del orden político, cómo en cada sensible individualista liberal con intenciones progresistas late un Leviatán que demanda al Estado espada y respiradores, cómo el mercado es la forma de gobierno más impotente e ineficaz ante las emergencias, cómo el capitalismo vestido de cuarentena hace de las clases sociales un orden de castas y abandono, cómo la nacionalidad sigue regulando las diferentes respuestas que se dan a lo largo del globo.

Las certezas se resquebrajan, otra vez, de forma inédita. No son los 400 años entre Cristo y el Imperio Romano Cristiano, ni siquiera las pocas décadas que van desde el principio de la Primera Guerra Mundial al final de la Segunda. La historia humana chocó de frente contra un organismo microscópico. ¿Qué efectos produce la parálisis repentina de una economía nacional, continental, mundial? ¿Cuál es el valor real de toda esa riqueza especulativa, que se esfuma y renace y esfuma otra vez como si nada, mientras cientos de millones de humanos caen a la pobreza en dos, tres semanas? ¿Dónde está la guía política, entre el fracaso sanitario de Europa y Estados Unidos y el provisorio éxito de los ancestrales autoritarismos orientales? ¿De qué está hecho Jair Bolsonaro?

Nueva Delhi - Foto: Saumya Khandelwal

Para el futuro, el rapsoda y su enumeración. El primer ministro británico Boris Johnson tuvo la ocurrencia de dejar correr los contagios para que la población se inmunice a fuerza de enfermarse, pasó por terapia intensiva y sus profesionales de la salud, sin insumos, se ponen bolsas de basura en la cabeza para protegerse. Los italianos en cuarentena salen orgullosos y gritones, idénticos a su estereotipo, y en los balcones le dan a la canzonetta y aplauden a quienes ponen el cuerpo en la cuarentena, le siguen el gesto los españoles, después los argentinos, y después los argentinos terminan puteándose a grito pelado, hostigándose en la penumbra del alumbrado público o de la pantalla del celular. Jair Bolsonaro promueve un domingo evangélico de ayuno y oración, todos y cada uno de principales pastores del país prometen ser el azote del virus, que se dispara y obliga a los narcotraficantes a hacerse cargo del gobierno real en las favelas, imponiendo el orden sanitario. Los cadáveres se pudren en las calles en Ecuador, el Estado provee ataúdes de cartón y una línea de WhatsApp de emergencia, para retirar los cuerpos de las casas. Estados Unidos todavía no entra en aislamiento, varios estados no han tomado medida alguna, el presidente desmiente continuamente a su principal funcionario de salud, los yanquis compran ametralladoras a rolete, reclaman seguros de desempleo por millones, como nunca jamás, y los cadáveres se multiplican en Nueva York, sin exequias y con destinos finales inciertos, mientras el gobernador, Andrew Cuomo, ordena confiscarle los respiradores a la salud privada y cava gigantescas fosas comunes. Para Japón todo es otro apocalipsis más, una institución educativa organiza un acto de graduación con robots que llevan tablets como rostros, en las pantallas están las imágenes de los estudiantes que, vía Zoom, se sonríen. En Hungría, Viktor Orban se da el gusto y saca una ley para gobernar por decreto limpio, al toque avanza en la quita del reconocimiento legal y de derechos para personas trans. Turquía retiene un envío de 150 respiradores a España, rebalsada de contagios. Finalmente, siguen viaje a la península, la ministra de Asuntos Exteriores española agradece el “gesto de generosidad”. Cuba fabrica más médicos, o los saca de su stock y los manda por el mundo. El racista serbio Aleksandar Vucic, solo ante la pandemia, recibe un avión chino, con diez toneladas de respiradores, mascarillas, kits de prueba, suministros, seis especialistas y el sucio trapo rojo, que besa mientras reniega de los europeos y su indiferencia. Glorias europeas del fútbol africano como Didier Drogba y Samuel Eto’o le dicen a Francia “Hijos de puta, no somos cobayos” y “Son una mierda. África no es su parque de diversiones”, ante la propuesta de testear medicamentos en el continente más pobre del planeta. En Holanda los viejos ni van a internarse y se dejan morir tosiendo en sus casas y asilos. India pone en confinamiento total y toque de queda a 1368 millones de personas, “Cada calle, cada vecindario está siendo clausurado” amenaza el primer ministro Narendra Modi. En Turkmenistán, al norte de Irán, se prohibió el uso de la palabra coronavirus y se detiene a personas que lleven barbijo en la calle, ambas actividades dan como resultado la cifra oficial de cero contagios. China construye un hospital en 10 días.

Tokyo - Foto: Noriko Hayashi

Hay tres rasgos firmes, que distinguen a esta pandemia de todas las crisis, plagas, guerras, descubrimientos, colonizaciones, genocidios, terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas, llegadas a la luna y tendidos de Internet que registramos en nuestra historia. El coronavirus es el primer evento que, para toda la humanidad, es a la vez simultáneo, planetario y decisivo.

Simultáneo

La pandemia está ocurriendo todo el tiempo a la vez. No hay un exterior de la pandemia, nos ocurre a todos, al mismo tiempo. Relucen las diferencias, hiladas por una forma de organización cuyo vigor fue tantas veces puesto en duda, sin sentido. Vivimos en el orden de los estados nacionales. La simultaneidad de la pandemia revela el mapa de reacciones, que es el mapa de los estados y las naciones. Los masivos cierres de fronteras marcan el peso innegable de los límites geopolíticos. Foz do Iguaçu está hoy a miles de kilómetros y un puente de distancia de Puerto Iguazú.

Y todas esas diferencias estallan simbólicamente también en simultáneo en el marco de las pantallas digitales. La era de la hipermovilidad –volando en avión el virus cubrió el mundo en apenas dos meses– es también la era de la hiperconectividad pero, coronavirus mediante, también será la era donde habrá de ser reconocida la perduración y vigencia del orden de los estados nacionales.

Moscú - Foto: Sergey Ponomarev

Desde el siglo XVIII la filosofía sueña con instituciones mundiales, fundadas en el derecho racional, como camino hacia la paz perpetua entre las naciones. Vemos que, al final, el riesgo no es la guerra entre humanos sino la reconstrucción de la vida disciplinada en comunidades que buscan ser inmunes a un peligro invisible. Ese sueño de un gobierno único de la humanidad avanzó en sucesivos intentos hasta lo que hoy es la Organización de las Naciones Unidas y todas sus ramificaciones.

Sus normativas carecen de toda fuerza de ley, la ONU es como un faro: anuncia por dónde ir, pero no timonea ningún barco. Señala todas las barbaries –desde las atrocidades contra refugiados hasta la destrucción del medio ambiente– y marca los caminos a seguir, como en el caso de la pandemia. Por eso se reconocen mejor las diferencias de lo que cada país hizo frente al virus. Un gobierno mundial sigue fuera del rango de la posibilidad concreta. Es un proyecto cuyos límites quedaron marcados en estos pocos meses de 2020.

Planetario

Si bien no hay chance de un gobierno mundial único, sí hay un sistema mundial único, que apenas tiene 30 años. No fue hasta la caída de la Unión Soviética, en 1991, que toda la humanidad efectivamente quedó bajo el imperio de una forma de vida más o menos homogénea, con tendencias relativamente comunes. Explotación de los trabajadores, propiedad privada de los medios de producción y de la naturaleza, primacía del capital financiero y mando del capital tecnológico, mercado mundial global, incremento continuo de la desigualdad, penetración de la tecnología en todas las esferas de la vida, hipermovilidad, concentración demográfica en las ciudades y vaciamiento rural son los principales rasgos compartidos ya por todo el planeta.

El caleidoscopio de las nacionalidades brilla durante la pandemia, también se revela, atravesando a cada uno de los países, por igual, la estructura y el conflicto entre las clases sociales en el planeta del capitalismo. Porque no es que la cuarentena sea clasista, la vida humana toda es clasista y, con cuarentena, todavía más. A fuerza de imposiciones del Estado, las diferencias de clase tornan tabicamientos de castas. Se desmoronan las precarias vigas de los mercados de trabajo, el empresariado muestra su verdadera cara a fuerza de despidos en masa, los especuladores se fuman miles de millones de dólares en horas.

Si los intelectuales globales no sólo reflexionaran sobre tecnobiovigilancia o nuevas versiones de la ONU –pseudocomunistas o liberales–, notarían que una cosa es pasar la cuarentena mirando Netflix y posteando fotos de panes caseros en Instagram y otra es hacinarse en un cuarto de chapa de nueve metros cuadrados sin ninguna perspectiva de poder siquiera comer.

La crisis que trae esta pandemia también es del capitalismo y también es de las clases. El empobrecimiento masivo y repentino pone en riesgo al menos la paz social, si no el orden económico mismo. Moldeando desde 1888 la opinión pública de quienes tienen que pensar no por amor al pensamiento sino para proteger y aumentar sus pilas de dinero, el Financial Times publicó hace una semana un editorial muy práctico.

New York - Foto: Victor J. Blue

El coronavirus expuso al libremercado neoliberal global en su incapacidad como forma de regular la vida y el intercambio de las personas. Y también desnudó el profundo daño generado por su tendencial modo de producir cada vez más desigualdad. Sin hacer ni media autocrítica sobre su función como promotor y puntal ideológico de la timba, el Financial Times, dueño simbólico del saber económico legitimado, ahora habla de la precarización laboral y el Estado interventor. Extraemos un párrafo, que refleja por dónde pasa el debate:

“Reformas de raíz –revertir las políticas dominantes de las últimas cuatro décadas– deberán ser puestas sobre la mesa. Los gobiernos deberán tomar un rol más activo en la economía. Deberán considerar a los servicios públicos más como una inversión que como un gasto y deberán encontrar formas de hacer que los mercados de trabajo sean menos inseguros. La redistribución deberá formar parte de la agenda; los privilegios de los más viejos y más ricos deberán ser puestos en cuestión. Políticas que hasta hace poco era consideradas excéntricas, como un ingreso básico universal o impuestos a la riqueza, deberán estar en esa agenda”.

El Estado de Bienestar como forma de reconstruir el capitalismo y conseguir la paz social, pero en el siglo XXI. Son garcas, pero no son obtusos: las masas empobrecidas a la velocidad de un rayo no se van a quedar mansas así como así. Y en ese retorno del proyecto dorado del siglo XX, de contrabando, la doble consigna que mantiene las asimetrías rígidas, como están: ingreso universal y una mordida a los superricos. Como si no fuera un modo de crear la clase de los apenas sobrevivientes y como si un impuesto pudiera siquiera modificar la nueva concentración exponencial del capital. Recordemos: la riqueza proviene del trabajo y el poder del capital de la captura del tiempo de trabajo. Por su perduración, la última gran victoria del movimiento obrero no fue la seguridad social y la progresividad fiscal –que no son victorias de los trabajadores– sino la jornada de ocho horas. No queremos miguitas, queremos que el tiempo de trabajo, y su valor, sea nuestro. No es que sobran personas sin trabajo, en todo el planeta sobra productividad y tecnología, sobran demasiadas horas de trabajo sin repartir en la jornada de cada trabajador global. Y si además hay un piso de ingreso y un impuesto para los ricos, tanto mejor.

Decisivo

He visto frágiles maestras de danza gritando por represión policial para quienes violan la cuarentena. El Leviatán no existe si no late en el interior de cada ciudadano atemorizado. Y nada hace pulsar el miedo como la desnudez ante la muerte.

De cadáveres estamos hablando. La interrupción planetaria del derecho –a circular, para empezar, pero también a trabajar, a comerciar, a peticionar y un largo etcétera– es, justamente, el fundamento mismo del orden. Uno a uno los países han ido abriendo sus estados de excepción, siempre con las formas que sus propios órdenes consagran para legalizar la interrupción de la ley. Tal paradoja funda la política y sus transitorios avatares, puntuados por la violencia que reordena y constituye al poder.

Los Angeles - Foto: Philip Cheung

Al fundarse en la suprema razón de la necesidad –como si todos estuviésemos de acuerdo en qué es lo necesario–, el estado de excepción en verdad fija esa necesidad como fundamento del orden por venir. La salud corporal definida como tal por la ciencia y, en particular, la medicina, el sanitarismo y la farmacología, no tendrá el mismo estatuto que tenía antes de esta pandemia.

Nunca se sale de un estado de excepción de la misma forma en que se entró. La planificación política cobra nuevo relieve frente a lo que fue un patente y previsible fracaso rotundo de los mecanismos de asignación de recursos del libre mercado. Si por el mercado fuera, estaríamos todos tosiendo.

El mercado no es un mero hecho económico: es una forma de gobierno. En su fantasía es el punto donde los iguales concurren, en lo concreto es una cadena de mando concentrada de los distintos aspectos de vida humana. El mercado decide cuánta plata tenés en el bolsillo, para empezar, pero también cuánto vale que puedas tomar agua y cuánto vale tu techo. Comer es Bayer Monsanto, informarse es Google, circular son diez jeques árabes, y así. Ante esas fuerzas, el modelo del Estado nacional regulador y controlador carece de sustancia: mira desde afuera donde no manda, desconoce lo que no gobierna.

Hong Kong - Foto: Lam Yik Fei

Como si fuera el reverso de la ONU, el gobierno mundial de perfecta inoperancia, el mercado global –sus pocos actores de peso– es el mando operante coordinado y real. Pero ante el coronavirus el mercado mostró su total ineficacia. Más exactamente, su abandono: deja tirado ahí, ante su mirada, lo que no lo alimenta. Y entrando como tromba a través del estado de excepción, la política volvió a otro viejo término olvidado del lenguaje del poder: la planificación. Cuánto, quienes, cuándo, a puro dedo de decreto. Planificación se demanda, planificación se ejecuta, planificación se evalúa y se penaliza, duramente, cuando falta y los jubilados se agolpan a las puertas de los bancos. La planificación salva, cuando el cierre de fronteras y la cuarentena se decretan a tiempo.

Ensayo general

La primera pieza informativa que expuso la dimensión del coronavirus fueron una serie de mapas satelitales de Wuhan donde se notaba la falta de la nube de contaminación, debido a la cuarentena. Luego vinieron las fotos de las aguas cristalinas en la fétida Venecia, los monos, zorros, felinos, carpinchos y otras bestias deambulando por las ciudades silenciosas y otras delicias naturistas.

El coronavirus va a pasar y volveremos a nuestro modo habitual de relacionarnos con la naturaleza. La crisis climática está a la vuelta de la esquina, el 2020 está siendo un laboratorio cuya intensidad permite extraer claves hacia lo que será un proceso muchísimo más profundo, extenso y destructor. Ensayo general para la farsa actual.

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